Tributo al Padre de la Patria

octubre 20, 2012

Foto Néstor Martí

Cra. Lázara Mercedes Acea, miembro del Buró Político, Primera Secretaria del Partido en nuestra ciudad;
Querido General de División Rodríguez Planas, Presidente de la Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana, Héroe de la República de Cuba;
Querido General Jorge Enrique Lussón Batlle, Héroe de la República de Cuba;
Querida General Teté Puebla, Héroe de la República de Cuba;
Querido General Ulises Rosales, Héroe de la República de Cuba;
Queridos miembros del Comité Central, Ministros, queridos invitados;
Queridos miembros de la Academia de la Historia;
Hijos y descendientes de los padres y fundadores de nuestra Independencia;
Compañeros todos:

El acto de hoy tiene tres partes: la primera, aquí, frente al monumento de Carlos Manuel de Céspedes –el segundo que se erigió en la Ciudad de La Habana por la firme determinación del Historiador de la ciudad, mi predecesor de feliz memoria, el Dr. Emilio Roig de Leuchsenring; el primero, en una escuela de la Víbora, el Instituto de Segunda Enseñanza, fue el empeño personal de Fernando Portuondo y de su esposa, Hortensia Pichardo, destacados historiadores cespedianos.
Este monumento tiene una gran significación porque se erige en el centro de la Plaza de Armas y, para colocarlo, fue depuesto el monumento del rey Fernando VII, símbolo del pasado absolutista, símbolo del despotismo cruel, del desprecio a las libertades. El monumento de Céspedes fue, pues, la consagración no solo de una voluntad cívica y patriótica del Historiador, sino un deseo expresado por los maestros, por las escuelas, por el pueblo de La Habana, que es el pueblo de Cuba.
A lo largo de los años, y desde 1968 en que se conmemoró el primer centenario del Grito de La Demajagua, nos reunimos aquí en esta plaza. Recuerdo aquella fecha extraordinaria y el memorable discurso pronunciado por el jefe de la Revolución en La Demajagua, cerca de Manzanillo, frente al Golfo de Guacanayabo, donde Céspedes aquel 10 de octubre había realizado el más importante acto que precedió al desencadenamiento de las fuerzas populares, al comienzo de la Revolución y a que el pueblo cubano viviese y experimentase su propio camino, en aras de alcanzar su libertad, la plena dignidad del hombre, la igualdad para todos.
Era Céspedes hombre de ilustración, hombre distinguido, hombre que poseía la cultura fundamental para poder dirigir. Como ha expresado en tantas ocasiones la historia de nuestro país a través de sus más preclaros hombres, expresó Céspedes en aquel momento el sentimiento nacional; tenía la posibilidad de ver más allá del momento que le tocó vivir, y creyó firmemente que la causa emancipadora era posible pasando por la lucha armada, como único camino para alcanzar ese objetivo. Una lucha armada que, al comenzar, tenía un horizonte de probabilidades: dependía del tiempo, de las condiciones objetivas del país, de las condiciones internacionales, siempre para Cuba circunstancia importante a tenerse en consideración.

Foto Néstor Martí

Esa guerra puso a prueba todo cuanto el cubano es y cuanto quiso ser. El sacrificio de la familia, el sacrificio de los niños, el sacrificio de la mujer y el de los propios combatientes no puede ser ponderado; faltan aún, a pesar de los libros escritos y de los cantos de gesta, aquellos trenos e himnos a que se refería Martí cuando, en carta emotiva a José Joaquín Palma, le decía que la Patria esperaba la manifestación de tales sentimientos. Decía, además, que debían llorar los trovadores de los pueblos viejos sobre los cetros despedazados, los monumentos rotos, la perdida virtud, el desaliento aterrador. Y sostenía que nosotros teníamos héroes que encomiar, heroínas que enaltecer, y que aún estaba agraviada la legión de nuestros mártires, por no recibir el tributo necesario, más que en palabras, en obras.
Cuando venimos a los monumentos y acudimos a los lugares públicos, ponderamos el valor de los símbolos. Los símbolos son muy importantes para un pueblo, para una nación.
En aquel discurso que antes he referido, el Comandante establece la dimensión exacta del acto cespediano; coloca el principio dialéctico para analizar con certeza que nosotros entonces –se refiere a la gloriosa generación que protagonizó la última etapa de la lucha por la emancipación de Cuba– habríamos sido como ellos; ellos hoy habrían sido como nosotros. Y pone fin a una escuela historiográfica que trataba de encontrar en el laboratorio la explicación para los hechos históricos. La historia nunca puede resolverse con fórmulas de laboratorio. Juegan en ella la emoción de los hombres, su determinación.
El papel de la poesía y del arte, que inspiran a los pueblos porque les dan sentido de pertenencia, lo dio también la naturaleza singular de Cuba: el canto del sinsonte, la belleza de la bandera, cantada por José María Heredia, acaso aquel que sembró en nuestro espíritu ese culto magnífico a Cuba. Poetas y escritores, maestros y devotos, han convertido la memoria de aquellos hombres en lo que son para nosotros hoy. Investigar y profundizar en esa historia es nuestro deber; trasmitir la compasión, hacerla encarnar en las nuevas generaciones, enamorarlas de verdad de aquellos que fueron tan humanos como ustedes –niños, jóvenes, adolescentes, escolares, universitarios, obreros, campesinos– y que, unidos todos en una misma esperanza, no vacilaron, como no vaciló tampoco Céspedes, en entregarlo absolutamente todo, aun lo que es más precioso a todo ser humano: la vida, la esperanza de la vida, el amor material, cualquier riqueza. Todo fue ofrendado.
Numerosos miembros de su familia subieron al cadalso o murieron en los campos de batalla solitarios del Oriente y del Centro de Cuba. Alba de Céspedes, su insigne descendiente, me hablaba de más de 30 miembros de la familia de Céspedes que sucumbieron al acero del adversario.
Antonio Pirala, el historiador español que intenta recopilar la memoria de los hechos, narra además la epopeya de un pueblo que, enredado en los montes, combate con una austeridad, con un sentido de pertenencia y con una esperanza que supera todo cálculo.
Se peleó mucho, mucho y largo. Él no pudo ver el final. En 1874, un 27 de febrero, en un lugar llamado San Lorenzo, declina su última esperanza; pero muere como él quiso: luchando y ascendiendo a lo más alto de la árida montaña, descendiendo a aquel barranco, a aquel precipicio, como el sol en llamas de que habló un historiador cronista y contemporáneo de su tiempo.
Es por eso que hoy venimos ante el monumento de Céspedes a rendirle tributo el día 9, reservando a Bayamo, a la heroica Bayamo, el mérito de hacerlo mañana. Porque fue ella –como escribió Máximo Gómez– el símbolo de la rebeldía de Cuba, envuelta en llamas, ardiendo en fuego, tal y como lo describe, en su maravillosa Apología, el Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque, que todos los años nos acompañaba en este acto, que prestigiaba esta reunión; querido y amado también por el pueblo como hombre sencillo, como artista, como hombre de pensamiento, del brazo, de la lealtad y de la idea.

Foto Néstor Martí

En nombre de todos los presentes, incluyendo a los miembros de nuestra Academia de la Historia, presidida por el Dr. Eduardo Torres Cuevas; de nuestra UNEAC, presidida por el miembro del Comité Central aquí con nosotros, Miguel Barnet Lanza, agradecemos a todos por su presencia.
Los invitamos ahora a la peregrinación a la Sala de las Banderas, donde arde la llama ante la bandera que ellos tuvieron el valor de enarbolar el 10 de octubre, junto al retrato del padre fundador, piedra angular en el arco de la historia de Cuba. En aquella sala donde están las armas de los libertadores, están también las banderas de combate de todos los ejércitos, del Oriente al Occidente. En esa sala, acunada por la veneración de todos los que han hecho posible su conservación, día a día realizamos ese tributo.
Vayamos ahora, después que escuchemos los trenos y los himnos, a la Sala de las Banderas.
¡Muchas gracias!

Carlos Manuel de CéspedesCubaHistoriaOficina del HistoriadorPatria

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Historiador de la Ciudad de La Habana 2011
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