Un acto de concordia

agosto 15, 2011

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He tenido el particular privilegio de acompañar al Vicepresidente del Consejo de Estado, compañero Esteban Lazo, a los ministros del gobierno, al Primer Secretario del Partido, al Presidente de la Asamblea, a los diputados y al grupo de intelectuales y personalidades que han venido desde La Habana y en nombre de la Nación, para acompañar al Obispo de Guantánamo-Baracoa, a los excelentísimos señores prelados, presididos por el Arzobispo Primado de Santiago de Cuba y Presidente de la Conferencia Episcopal y también a los miembros de la Comisión Nacional de Monumentos cuyo encargo cumplo en este momento.

Quisiera antes decir lo siguiente: por un momento el sol que nace en el oriente de Cuba, ha hecho un alto para permitirnos, con un poco de brisa, realizar el hermoso acto al que nos ha convocado esta celebración.

A lo largo de nuestro viaje en la mañana de hoy, hemos estado pensando y meditando en el significado particular que esto tiene y que no ha de ser omitido ni soslayado. De

hecho, en la Solemne Asamblea que tendrá lugar esta noche, tendré la oportunidad por segunda vez en una década, de poder hablar un poco de lo que significa esa historia, aceptando la gentil invitación de mi querido y admirado colega, el primado también de los historiadores, Alejandro Hartman.

Quisiera decir que en el momento en que la Cruz de la Parra sea colocada en el altar, estaremos asistiendo a un acto histórico de suma importancia. Hace ya más de 500 años, e

l 27 de noviembre de 1492, las anotaciones del diario, llevadas meticulosamente, revelan el estupor y el asombro del Almirante ante la belleza incomparable de Baracoa. Comprendo y me identifico con sus sentimientos. Si hoy, al sobrevolar la costa veíamos con asombro, a la primera luz de la mañana, la hermosura de esos montes, la desembocadura de los ríos y su singularidad, la belleza del horizonte, la hermosura del Yunque, podíamos entonces comprender el alto significado de lo que ocurrió, muchos años después de aquel elogio a los palmares y pinares de Baracoa, a la bahía que formaba una especie de escobilla, al Yunque que parecía más obra del ingenio humano que de la naturaleza.

Fue necesario deshacer el criterio de Cristóbal Colón – en su último viaje – de que la Isla, ya prácticamente muy cerca del extremo occidental, era parte de un continente inhóspito. La veía por el sur y no Isla, como se había concebido originalmente concediéndole el precioso nombre de Juana, en honor de un príncipe de vida efímera. Sin embargo, el nombre de Cuba quedó tenazmente en la memoria. Tan fuerte fue esa impresión que en aquella armadía que encontró en aguas del Caribe, alguien les repitió el nombre breve y sonoro de Cuba: Cuba que en realidad era un hermoso archipiélago formado por cientos de pequeñas islas e islotes de la cual la principal, la más hermosa era Cuba.

En la bella representación que hemos presenciado, aparece aquel pueblo inocente que habitó estos lares. El gran cronista de la Corona Pedro Martin, no vacila en afirmar que no existía entre ellos ese mío y tuyo que es la causa de todos los males. Hablaba sin dudas de esa inocencia de la cual vivieron los pueblos en el oriente, que seguía todavía en aquellos años en que arribaron en oleadas a la isla de Cuba.

Un pequeño haz de islas como un collar de perlas sube desde las costas continentales, o más bien desciende hacia las Antillas, hasta lograr arribar a la principal de ellas y muy cerca de aquí en Maisí, la punta señala la otra gran isla que sería llamada por el Almirante La Española y en la cual construiría, con los restos de una de sus naves rotas, el Fuerte Navidad, el primer asentamiento.

Se ha dicho con razón que numerosas cruces fueron plantadas por todos los territorios. Se comenzaba a derrumbar con su viaje, más bien con el regreso que con la ida, una antigua concepción del mundo: el pensamiento de Ptolomeo y de los antiguos quedaba superado por lo que Copérnico y Galileo habían imaginado como cierto.

Colón traía en una mano la sagrada escritura y el testimonio de Marco Polo y los viajeros del Oriente. De cierto creyó que no había llegado al oriente de una Isla sino al orie nte del lejano Oriente que era su objetivo. En la escuela nos enseñaron que buscaba un camino más corto hacia la India. Fue inútil frente a Bariai y frente a la zona maravillosa del Atlántico holguinero, tratar de hallar a los representantes del Gran Kan. Nadie respondió a aquella demanda. Más bien los pueblos se ocultaron temerosos al presumir lo que significaría el encuentro con criaturas tan extrañas y diferentes.

Hoy, para no repetir la historia, quisiera afirmar que mirando a este pueblo, en el que están los matices de todos los pueblos, somos como una especie de pequeño género humano, un retrato del mundo. Delante están los ojos prendidos, las teces más oscuras, el cabello como el de los sables de Damasco de que hablaba Martí, el pelo lacio que hacía a Colón pensar que los de Cuba se parecían por su tez morena y la calidad de su cabello, como la del pueblo canario que recientemente también había sido sometido a la Corona Española.

De aquel encuentro, doloroso como todo encuentro con lo desconocido, surgió una nueva y grande realidad: nosotros. Sin aquel evento, este acto no podría celebrarse, sería otro. Quedó además un poderoso medio de comunicación que se pondría por encima de la sangre misma: el idioma que hablamos, el idioma castellano que llamamos nosotros español.

En la representación artística se habla de San Antonio María Claret; pero siglos antes de que Claret fuese Arzobispo de Santiago de Cuba, precisamente en aquella expedición que toca la tierra baracoana, venía un fraile dominico sevillano cuyo nombre parece estar todavía en el escudo de Baracoa, en cuyo primer cuartel hay una perro que lleva en la boca una antorcha con la cual encendería el mundo. Era un dominico que elevó su voz por los indios, por los indígenas en La Española y particularmente en Santo Domingo y fue aquí en la Trinidad, otra Villa que pronto celebrará su aniversario 500, donde se produce su conversión con su renuncia de la encomienda que había recibido y con su férrea voluntad de convertirse en lo que Martí describió en “La Edad de Oro” como el Apóstol que fue.  El apóstol de los indios, pálido a la luz de un candil, inclinado y anciano en su Obispado de Chiapas, contando una historia llena de todo tipo de relatos y de impresiones.

El nombre de Las Casas, uno de los autores del humanismo moderno, uno que supo discutir en el debate de Valladolid la existencia de un alma inmortal en los aborígenes. Uno que supo impregnar el corazón de la Reina Católica para que escribiese las nuevas leyes y que fueron la causa de su profunda preocupación testamentaria, está todavía en nosotros. Vive en la mujer Baracoana cantada por Cintio Vitier, vive en el egregio caudillo que puso sus pies no lejos de aquí en las playas de Duabas, quien llevaba el nombre de Antonio Maceo.

Hoy nos reunimos aquí y nos reunimos en un acto de concordia. En un acto hermoso, por y en nuestra Patria. En la más antigua de todas las ciudades de Cuba, al pie de la advocación de la Asunción. Hoy hemos visitado la obra de una Catedral que se ha llevado con pasión. Es una catedral que quizás sea una de las últimas que se esté levantando en estos momentos en esta latitud. Es Catedral porque siendo el Obispo de Guantánamo-Baracoa, le corresponde también a Baracoa ser periódicamente el asiento de su sede, y como es sede suya, es también sede episcopal.

Es por esto que la Comisión Nacional de Monumentos, haciendo una lectura de la historia, reconociendo la tradición como una de las fuentes, reconociendo la verdad demostrada de la antigüedad del leño – después de unos estudios realizados por la Doctora Raquel Carreras, por encargo especial del Consejo Nacional de Patrimonio, en el Instituto Forestal de Bélgica, que demostraron de manera irrefutable la antigüedad de la cruz -, reconociendo el testimonio de las visitas pastorales de Pedro Agustín Morel de Santa Cruz… Por todas estas razones, la Comisión Nacional de Monumentos declara la Cruz de la Parra Monumento Nacional y Tesoro de la Nación Cubana.
I have been particularly privileged to accompany the Vice President of the State Council, comrade Esteban Lazo, government ministers, the First Secretary of the Party, the Speaker of Parliament, deputies and the group of intellectuals and important figures who have come from Havana and on behalf of our Nation to accompany the Bishop of Guantánamo and Baracoa, the honorable prelates, presiding Primate Archbishop of Santiago de Cuba and Chair of the Episcopal Conference, as well as the National Monument Committee members, who have given me the task of addressing you on this occasion.

First of all, I would like to say this: for a moment, the rising of the sun over the eastern side of Cuba has stopped to allow us to perform the beautiful ceremony we have been summoned to do on this celebration.

During our trip this morning, I have been thinking about the special meaning of this celebration, mention of which should not be omitted or avoided. In fact, at the Solemn Assembly that will take place tonight I will have the chance, for the second time in a decade, to speak a little about what that history means, at the invitation of my dear and admired colleague Alejandro Hartman, who is also chief historian.

I would like to say that at the time when the Cross of Parra is placed on the altar, we shall be attending a historic ceremony of the utmost importance. Over 500 years ago, on 27 November 1492, the Admiral’s diary notes, meticulously recorded, revealed his astonishment at Baracoa’s incomparable beauty.

I understand and identify with his feelings. If today, when flying over the coast in the early morning light, we watched the beauty of those mountains, the river mouth and its unique features, the wonders of the horizon and Yunque mountain, we could then understand the significance of what occurred many years after the praises were sung of Baracoa’s palm groves and pine forests, of its’ bay formed in the shape of small broom, and the Yunque, which seems to be a work of human ingenuity rather than that of nature.

It is necessary to disregard Christopher Columbus’ opinion, on his last voyage, that the island, very close to its eastern end, was part of an inhospitable continent. He looked at it from the south and not as an island, as it had been originally conceived, giving it the lovely name of Juana, in honour of a prince who did not enjoy a long life. The name of Cuba, however, was tenaciously remembered. So strong was that impression, that in the raft which he found in the waters of the Caribbean Sea, someone repeated the short and sonorous name of Cuba to them. In fact, Cuba was a beautiful archipelago made up of hundreds of small islands and islets, of which the main and most beautiful one was Cuba.

In the lovely performance we have just attended, there were those naive people who dwelled in the area. The great Crown’s chronicler Pedro Martin did not hesitate to state that there was no ‘this-is-mine’ and ‘this-is-yours’ mentality amongst them, which is the cause of every evil. He clearly referred to the naive way the Eastern peoples lived, which still remained in those years when waves of them arrived on the island of Cuba.

A small chain of islands rises like a string of pearls from continental coasts – or rather descends to the Antilles – until it finally reaches the main island, and not far from here, in Maisí, the end of this chain signals the other large island that would be named Hispaniola by the Admiral. Here, the first settlement – La Navidad (“Christmas”) Fort – would be built using the remains of one of his wrecked ships.

It has been rightly said that several crosses were planted throughout the territory. With his return voyage, rather than his departure, an old conception of the world was falling apart – Ptolemy’s thinking, and that of the ancients, was superseded by what Copernicus and Galileo had imagined to be true.

In his hand, Columbus carried the Holy Scriptures, and the testimonies of Marco Polo and eastern travellers. In fact, he believed that he had not arrived in the eastern side of an island, but rather the eastern side of the Far East, which was his goal. We were taught at school that he was looking for a shorter route to India. Attempts to find the Great Khan’s representatives opposite Bariai or in the wonderful area of Holguín on the Atlantic coast were futile. Nobody responded to such demand, the native peoples rather hiding themselves in fear of what meeting with such strange and different creatures would mean.

Today, in order to avoid repetition of this story, I would like to say that amongst you, I see a varied display of the nuances of all peoples. We are like a miniature humankind – a portrait of the world. Ahead of us there are brightened eyes, darker complexions, hair like Damascus sables that Martí talked about, and straight hair that made Columbus think that, because of their dark complexion and hair quality, those in Cuba looked like people from the Canary Islands, which had also been recently subjugated to the Spanish Crown.

From that encounter, as painful as any with the unknown may be, a new and great reality emerged: us. Without that event, this ceremony could not be held; it would be a different one. We were also left with a powerful means of communication that would be put before blood itself: the language we speak, the Castilian language that we call Spanish.

In the art performance, they spoke about San Antonio María Claret; but some centuries before Claret was Archbishop of Santiago de Cuba, precisely in that expedition landing in Baracoa, there came a Dominican friar from Seville whose name seems to remain on Baracoa’s coat of arms, in whose first division there is a dog carrying a torch in its mouth with which it would light up the world. He was a Dominican who raised his voice in favor of native Indians, indigenous people in Hispaniola and Santo Domingo, and it was here in Trinidad – another town that will soon celebrate its 500th anniversary – where he was converted by renouncing the task he had been entrusted with, and showing an iron will to become what Martí described in The Golden Age as the Apostle he was: the apostle of native Indians, pale in the light of a candle, bent and old in his Chiapas Bishopric, telling a story full of all kinds of accounts and impressions.

The name Las Casas is still with us – one of the authors of modern humanism, who knew how to discuss the existence of an immortal soul in aborigines at the Valladolid debate, and who knew how to appeal to the Catholic Queen’s heart so she would have the laws re-written, which was the reason why he showed so much concern in his will. It lives on in The Baracoa Woman, sung by Cintio Vitier; and in the eminent leader Antonio Maceo who set foot on Duabas beach, not far from here.

Today we have gathered here in an act of concord, at a beautiful ceremony for, and in, our homeland, in the oldest of all cities in Cuba, at the foot of the statue of the Assumption. Today we have visited a Cathedral on which work has been passionately carried out. It is perhaps one of the last cathedrals being erected in this area. It is a Cathedral because the Bishop’s title is that of Guantánamo and Baracoa; it is therefore Baracoa’s right to be periodically its see, and as its see, it is also an episcopal see.

The Cross of Parra has been designated by the National Monument Committee as a National Monument and Treasure of the Cuban Nation. This is the result of an examination of its history, recognizing tradition as one of the sources, and provenance of the wood provided in studies by Mrs. Raquel Carreras, PhD. at the Belgian Forest Institute under special assignment from the Cuban National Heritage Council, which provided undeniable evidence of the age of the cross. The testimony of pastoral visits by Pedro Agustin Morel de Santa Cruz has also been recognized.

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Historiador de la Ciudad de La Habana 2011
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