“No olvidemos nunca”

noviembre 30, 2013

Palabras del Dr. EuseActo para evocar el 27 de noviembre de 1871, fecha en la que fueron fusilados ocho estudiantes de Medicina, acusados injustamente de profanar el sepulcro del periodista Gonzalo de Castañón / Foto Néstor Martí

Acto para evocar el 27 de noviembre de 1871, fecha en la que fueron fusilados ocho estudiantes de Medicina, acusados injustamente de profanar el sepulcro del periodista Gonzalo de Castañón / Foto Néstor Martí

Primero quisiera, antes de conmemorar esta solemnidad cubana y estudiantil, hacer una breve explicación que permita interpretar el sentido de este acto. Fue organizado por primera vez en 1937, cuando un año antes se había iniciado una batalla que conmovería al mundo en defensa de la República Española,  de los valores que ella representaba en el orden político, cultural y moral. Convocados por el Partido Comunista de Cuba y otras fuerzas progresistas, centenares de voluntarios cubanos partieron hacia aquellas tierras, compartiendo la percepción de que se luchaba por algo más que la República. Era el primer capítulo de una contienda mucho más dura: la que se libraría a partir de 1939, cuando la invasión a Polonia por las tropas nazis provocó el comienzo de la Segunda Guerra Mundial.  La guerra civil española fue el antecedente del enfrentamiento de las fuerzas progresistas y democráticas de todo el mundo a las fuerzas mancomunadas del nazifascismo y el falangismo.
El Historiador de la Ciudad, mi maestro y predecesor, el Dr. Emilio Roig de Leuchsenring, profundamente republicano, amigo de importantes intelectuales españoles y compañero de muchos jóvenes cubanos que partieron a luchar por España, organizó este acto solemne y, desde entonces, lo encabezó cada 27 de noviembre. Fue un día como hoy, pero de 1871, que ocurrió uno de los acontecimientos más dramáticos de la historia de Cuba, cuando ya hacía tres años que había comenzado la Guerra de los Diez Años. Aunque esa gesta independentista contra el dominio colonial español se concentraba en los territorios insurreccionados que iban desde el Oriente hasta el centro de la Isla, repercutió en La Habana y en el resto del país. Como resultado, ante cualquier manifestación separatista, las fuerzas coloniales —en especial, su Cuerpo de Voluntarios— actuaban con extrema violencia, cometiendo terribles abusos contra personas inocentes o que solamente tenían como delito probado su confesión de amor a la patria naciente. No olvidemos que el propio José Martí, que estudiaba y vivía cerca de este lugar, escribió un poema saludando el comienzo de las luchas por la independencia, que tituló Diez de Octubre.
En medio de aquella coyuntura, al arreciar los enfrentamientos armados y no vislumbrarse a mediano plazo una victoria para ninguna de las partes, la situación en la capital se hacía cada vez más enrarecida y peligrosa, sobre todo después que en1869 fuera proclamada la Constitución de Guáimaro y elegido Carlos Manuel de Céspedes como Presidente de la República en Armas. Las autoridades coloniales temían que la llama libertaria se propagara hacia el occidente del país y que prendiera en la capital. Es por eso que los años sucesivos fueron terribles, alcanzando la represión su mayor auge en 1871, cuando el gobernante español de turno, el Capitán General Blas Villate, Conde de Valmaseda, pronuncia en una reunión ante notables cubanos: «El que no está conmigo, está contra mí». Establecía una línea divisoria, negando toda posibilidad de acogerse a un marco de neutralidad.
En el seno de la Universidad, donde siempre reina la inquietud de ideas y el fervor generacional, los jóvenes protagonizaron actos de desobediencia en distintos momentos. Pero en noviembre de 1871 tienen lugar varios sucesos que propiciaron la ocurrencia del drama. El elemento desencadenante está relacionado con la muerte, en enero de ese año, en La Florida, Tampa, del periodista integrista Gonzalo de Castañón, defensor acérrimo de los derechos coloniales sobre Cuba, quien en uno de sus artículos había atacado a los cubanos de la emigración, tachando de prostitutas a las mujeres que con ellos residían en Cayo Hueso. Su insulto procaz fue respondido por la prensa independentista que se editaba en esa ciudad estadounidense, y este fue el pretexto que usó Castañón para desafiar a duelo al periodista cubano que había escrito en su contra, aunque luego se arrepintió y pretendía huir, cuando fue conminado a batirse en la propia puerta del hotel donde se hospedaba. Como resultado, cayó abatido a balazos.
Al llegar su cadáver embalsamado a La Habana, se procedió a enterrarlo en el Cementerio de Espada. Efectuado con grandes honores, el sepelio estuvo protagonizado por los voluntarios, en su gran mayoría empleados al servicio de los principales dueños y propietarios españoles, poseedores del capital económico en variados rubros, incluido el agrario. En defensa de sus intereses, con la tolerancia y el apoyo del poder político, ese cuerpo auxiliar había sido apertrechado con armamento, uniformado y regulado para luchar y contener en la ciudad cualquier acto de desorden. Todavía hoy, cuando ya los nombres no significan nada, permanecen algunos apellidos que se han hecho imborrables y que me veo en la necesidad de mencionar por su relación con aquellos hechos. Nosotros tenemos ahí, enfrente, el cine Payret; pues, bien, Joaquín Payret fue coronel de uno de los batallones de voluntarios. Caminamos por la calle Zulueta y ocurre igual: Don Julián de Zulueta era coronel de otro cuerpo de voluntarios, y así sucesivamente.
Todos los batallones de voluntarios de La Habana, con sus respectivos coroneles, estuvieron presentes en las exequias de Castañón, a quien consideraban su ídolo. La ciudad seguía en un estado de crispación tremendo, cuando meses después, a raíz del 23 de noviembre de ese mismo año 1871, se espació en los círculos, en los cafés, el rumor de que la tumba de Castañón en el viejo cementerio había sido mancillada, roto su cristal y profanado el sepulcro. ¿A quién se atribuyó esto? A  los estudiantes de Medicina que solían realizar cerca de allí, en el anfiteatro de San Dionisio, las prácticas forenses propias del primero y segundo años. En espera del inicio de la clase, un grupo de alumnos se habían dispersado por el camposanto, que era cuidado solamente por un celador. Uno de ellos arrancó una flor, profirieron algún que otro comentario o burla, mientras jugaban a tirarse piedras entre sí. Pero no fue esto lo que se dijo, que ya habría sido suficiente para una baraja, sino que dichos jóvenes habían profanado aquella tumba de manera intencionada. La infamia se propagó inmediatamente y provocó que el gobernador político, Dionisio López Roberts, se personara en la Universidad, en el corazón de La Habana Vieja, para averiguar quiénes eran los estudiantes que habían estado en el cementerio y encarcelarlos de inmediato. Comoquiera que el profesor Juan Manuel Sánchez de Bustamante se opuso a que sus estudiantes de segundo año fueran sacados de clase, el representante  del poder colonial se dirigió a otra aula contigua, cuyos alumnos eran de primer año, y, ante la vacilación del profesor al frente de los mismos, se los llevó apresados a todos, acusándolos de ser los culpables. Otro profesor, Domingo Fernández Cubas, defendió que eran inocentes y esto le costó ir a la cárcel. Por eso sus restos yacen, junto a los de los ocho estudiantes fusilados, en el panteón del Cementerio de Colón, como reconocimiento de Cuba a su integridad humana y profesional.
En medio de la conmoción pública, el Capitán General se encontraba en campaña en Tunas, provincia de Oriente, mientras que en La Habana mantenía el mando su sustituto en calidad de interino: el segundo cabo Romualdo Crespo.  Por su condición de haber nacido en Cuba —o sea, era un oficial español, pero criollo—, este último fue presionado para que demostrara públicamente su lealtad e incondicionalidad, ya que existía una secreta desconfianza hacia él, sobre todo entre los voluntarios. Exigiendo un acto de justicia que vengase la afrenta, estos le obligan a que convoque inmediatamente un Consejo de Guerra. Tratándose de un tribunal militar, la defensa de los estudiantes corrió a cargo de un capitán del Ejército, quien ejerció de abogado de oficio. A este oficial español, Federico Capdevila Miñano, debe eterna gratitud el estudiantado cubano, pues cumplió cabal y valientemente su papel, al punto de tener que desenvainar su espada ante la furia de los voluntarios. Estos últimos no tenían representación en dicho Consejo, ni siquiera como parte de la fiscalía, por lo que solamente podían presenciar sus sesiones. Por tanto, se opusieron de forma violenta al procedimiento judicial, ya que no conducía necesariamente a la pena máxima, pues ningún código establecía cómo castigar el delito de profanación imputado a los estudiantes. Separado Capdevila, ya sin abogado defensor, entonces fue convocado ilegalmente un segundo juicio, donde se acusó a los estudiantes de infidencia, que sí contemplaba la pena capital. En esta ocasión, se destacaron por su pundonor los generales Antonio Venenc y Rafael Clavijo, quienes, por oponerse al crimen fraguado, decidieron abandonar la sala, pero fueron violentamente retenidos por los voluntarios hasta que ese Consejo de Guerra consumó  el veredicto de fusilamiento.
Finalmente, ese segundo tribunal determinó que ocho estudiantes debían ser ejecutados, mientras que el resto recibió diferentes penas de prisión. El presidio donde todos permanecían confinados estaba al final del Prado y, todavía hoy, la calle conserva tal nombre: Cárcel. Al seleccionar los ocho convictos, se incluyeron algunos que no participaron en los actos del cementerio. Uno de estos, demasiado joven, pues contaba apenas con el mínimo de la edad para ingresar en la Universidad, ni siquiera había estado en La Habana el día de los sucesos. Había viajado a Matanzas, su ciudad natal. Desde el balcón del Palacio de los Capitanes Generales, hoy Museo de la Ciudad, un capitán de voluntarios leyó la sentencia, mientras en el actual Parque de la Fraternidad, entonces Campo de Marte, se reunieron más de diez mil hombres armados que reclamaban participar en aquella ejecución. Por fin se haría justicia a la memoria de Gonzalo Castañón.
El 27 de noviembre de 1871, en horas de la tarde, fueron llevados los jóvenes a la Explanada de La Punta. Pero se presentó un inconveniente: ahí no se fusilaba, porque no existían condiciones para hacerlo; solo se ajusticiaba con el garrote a los malhechores y a quienes cometían delitos políticos, como un acto de humillación. El garrote se aplicaba al reo, sentado en una silla con el cuello atrapado en una pieza metálica de dos partes, una de las cuales era accionada como un tornillo, dándole vueltas, hasta provocar la ruptura de la vértebra. En vista de que no podían hacer un agarrotamiento para ocho, deciden que enfrente, donde radicaba un edificio de depósitos del Cuerpo de Ingenieros militares, los condenados fueran colocados de dos en dos, entre los paños de las ventanas. Y así fueron fusilados.
Cuando esto ocurría, al sentir las descargas de fusil, seguidas por las manifestaciones jubilosas de los voluntarios, un joven oficial nacido en Islas Canarias, llamado Nicolás Estévanez Murphy, escenifica una escandalosa protesta. Según se dice, en presencia de varios amigos hace un gesto como si rompiera la espada, que para los militares significa un acto de insubordinación y de rebeldía contra una injusticia. Esta protesta se produce justamente aquí, en la llamada Acera del Louvre, en el portal del Hotel Inglaterra, donde nos encontramos hoy para recordar aquel hecho. En realidad Estévanez comentó después que él no recordaba cuál había sido su reacción, solo que, encolerizado por aquel acto brutal, había protestado. Para evitar que fuese víctima también de lo que estaba ocurriendo, los empleados del hotel se lo llevaron rápidamente al interior para ocultarlo y calmarlo. Mientras, continuaban escuchándose las detonaciones y las descargas de las ejecuciones. Honor eterno merece ese hijo de las Islas Canarias. No en balde, junto al actual director y trabajadores de este Hotel Inglaterra, se encuentran entre nosotros miembros de la Sociedad Canaria, quienes se  enorgullecen de llevar el nombre de Leonor Pérez Cabrera, la madre de José Martí, nacida también en esas islas españolas.
Cuando terminó la ejecución y se calmaron las pasiones, los cuerpos fueron llevados en un carro y tirados en un lugar extramuros del hoy Cementerio de Colón, conocido con el nombre de San Antonio Chiquito. Los ocho cadáveres fueron enterrados  en una fosa común, porque, como criminales y profanadores, no tenían derecho a un sepulcro cristiano. Poco tiempo después, los demás condiscípulos que permanecían cautivos fueron indultados. Algunos, como Fermín Valdés Domínguez, gran amigo de Martí —habían estudiado juntos muy cerca de aquí, en el Colegio de Rafael María Mendive, y solían pasear por esta famosa Acera del Louvre— partieron al extranjero en medio de medidas de protección, porque se planeaba una venganza contra los sobrevivientes. Fermín escribió un libro formidable, que tituló El 27 de noviembre de 1871, en el cual refiere su versión de los acontecimientos.
Es curioso que, la noche anterior, el jefe del piquete de fusilamiento, capitán de voluntarios Ramón López de Ayala, decidió ir a ver a los estudiantes para conocerlos y saber cuál era su estado de ánimo, si les embargaba algún arrepentimiento. Y según narra en carta dirigida a su hermano, que era un ministro en España y un importante hombre de la cultura, encontró a los jóvenes sublimados por la idea de la muerte. Despojándose de relojes, anillos, leontinas y de todo lo que tenían, la mayoría de ellos le pidió que entregara esos objetos a sus padres como recuerdo, junto a notas y breves cartas de despedida. Es conveniente recordar que muchos de esos jóvenes eran hijos de notables españoles. Por ejemplo, ahí, en la esquina, estaba el comercio más importante de esta zona, que pertenecía al padre de uno de los ejecutados: Alonso Álvarez de la Campa y Gamba. Lo curioso es que este hombre había comprado fusiles nuevos para el batallón de voluntarios que terminó fusilando a su hijo. Él y su esposa hicieron lo imposible, lo indecible, e incluso llegaron a escribirle una dramática carta al rey de España, Amadeo I, suplicándole justicia para rehabilitar a su hijo, ya después de ultimado. En su mayoría analfabetos, los voluntarios estaban llenos de odio y sufrían en su fuero interno la división entre clases o castas que primaba en la propia comunidad española radicada en Cuba.  Como dijera Martí, ello representaban de «España lo más bajo y lóbrego». Se cuenta que uno de aquellos voluntarios le dijo al joven y elegante Alonso: «Alonso, Alonsito, ni los millones de tu padre te salvarán».  Y así fue, lo que ilustra la magnitud insondable de la tragedia.
Hay otros casos en la historia de Cuba, como el del poeta Plácido, que fue tomado prisionero y acusado también de un delito injustamente. Todos debíamos conocer los versos que escribió cuando, sumido en la desesperación, expresa su angustia de joven que es condenado a muerte, siendo inocente: Ser de inmensa bondad, Dios poderoso/ A vos acudo en mi dolor vehemente/ Estended vuestro brazo omnipotente,/ Rasgad de la calumnia el velo odioso,/ Y arrancad este sello ignominioso/ Con que el mundo manchar quiere mi frente (…)
En el caso de los ocho estudiantes de Medicina, Martí sostiene que, con pasmosa serenidad, todos, uno tras otro, se acomodaron en los lugares donde iban a ser ejecutados y que se negaron rotundamente a pedir clemencia o a realizar un acto humillante para obtener el perdón o conmutación de la pena. Esta actitud demostraría su inocencia de haber rayado la tumba de Gonzalo de Castañón y, menos aún, de haber roto el cristal y profanado el sepulcro. Técnicamente, después se manejaría que las rajaduras en el cristal eran viejas y que no había existido tal profanación. En todo caso, la culpabilidad de los ocho estudiantes de Medicina, así como de sus demás compañeros,  radicaría en ser jóvenes cubanos que incubaban dentro de sí un sentimiento patriótico, que el propio ejecutor se veía obligado a reconocer.
Recordar hoy a Nicolás Estévanez, junto a Federico Capdevila, el profesor Domingo Fernández Cubas y hasta a los generales Clavijo y Venenc, en representación de todos aquellos que —por sentimiento de dignidad o justicia— se opusieron al crimen del 27 de noviembre, es un acto que ennoblece y engrandece el alma cubana. Este hecho histórico demuestra que la solidaridad entre los hombres de bien logra sobreponerse a los antagonismos e intransigencias. Siempre me he preguntado: ¿por qué en 1936 casi mil jóvenes cubanos fueron a luchar a España y por España, encabezados por Pablo de la Torriente Brau, el gran periodista, joven valiente nacido en Puerto Rico, compañero de Julio Antonio Mella y de Rubén Martínez Villena? Fueron a luchar por una idea que identificaba a lo mejor y más valioso del pueblo español con el pueblo cubano; fueron a luchar por una causa que motivaría esa gesta desesperada que concluye en 1939 con la derrota de la República, el exilio de miles de refugiados y la muerte de casi un millón de hombres, mujeres y niños de ambas partes en disputa.
La persecución contra los republicanos vencidos fue espeluznante. Y este es el único lugar del mundo, creo yo, que en este día se toca el Himno de la República en honor a Nicolás Estévanez, quien fue ministro de la Primera República, no de la que se perdió en 1939, si no de la que se proclamó en 1873 en Madrid, en la Puerta del Sol, y cuyo clamor popular Martí sintió desde la pequeña habitación donde vivía en su exilio español. Este acto, como dije al principio, fue organizado cuando se peleaba en España por la supervivencia de la Segunda República, cuando llegaban las primeras noticias de la suerte y el destino de los jóvenes cubanos que prestaban su ayuda al pueblo español. Así, cuando muere Pablo de la Torriente Brau en Majadahonda, uno de los más grandes poetas de habla hispana, Miguel Hernández, le dedica una elegía: (…) has quedado en España/ y en mi alma caído:/ nunca se pondrá el sol sobre tu frente,/ heredará tu altura la montaña/ y tu valor el toro del bramido.// De una forma vestida de preclara/ has perdido las plumas y los besos,/ con el sol español puesto en la cara/ y el de Cuba en los huesos (…)
Hoy rendimos homenaje a los estudiantes de Medicina y, desde muy temprano, flores y ofrendas rodean el monumento erigido a su memoria en La Punta, en el mismo lugar que fue altar de su sangre. Recordar a quienes sufrieron con dignidad aquel martirio es también una manera de enaltecer la profesión médica por quienes la ejercerán en un futuro, tanto en Cuba como en otros países del mundo. Y al recordar también a Nicolás Estévanez, rendimos tributo a quienes se sensibilizaron con aquellos jóvenes, a los españoles que —como él— son representativos de los ideales de justicia y solidaridad.
Recuerdo con ternura que, cuando prácticamente acababa de morir el primer Historiador de la Ciudad, mi predecesor y maestro, yo asistía a este acto en compañía de su viuda, María Benítez. Entonces en el público no había tantos jóvenes. Estaban los cubanos que regresaron de la Guerra Civil Española, encabezados por Ramón Nicolau, quien fue el encargado de reclutarlos. Ya ancianos, ellos traían en su pecho la condecoración de la República Española y su bandera tricolor.  Todos fueron desapareciendo a lo largo de los años, entre ellos Don Ramón de Lorenzo, fundador de la Sociedad de Amistad Cubano-Española, que fielmente siempre acompañaba a Emilio Roig,
En este día, al depositar estas flores, rindamos solemne tributo. No olvidemos nunca, como no olvidó Martí, mientras se encontraba exiliado en España. Al recibir allá la noticia del fusilamiento de los ocho jóvenes en La Habana, así como el apresamiento de algunos que fueron sus compañeros, declamó entonces el ardoroso poema: ¡Cadáveres amados los que un día/ en sueños fuisteis de la patria mía,/ arrojad, arrojad sobre mi frente/ polvo de vuestros huesos carcomidos!
Muchas gracias.

Tomado de Cubadebate

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Historiador de la Ciudad de La Habana 2011
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