“Sin desmayo, con amor y paciencia perseveramos en la obra iniciada”

septiembre 14, 2017

Vitral que asemeja un huracán de la artista Rosa María de la Teja, ubicado en el recién restaurado Museo Observatorio del Convento de Belén, de la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana. Foto: Chris Erland

Vitral que asemeja un huracán de la artista Rosa María de la Teja, ubicado en el recién restaurado Museo Observatorio del Convento de Belén, de la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana. Foto: Chris Erland

 

La mañana del 11 de septiembre de 2004, me reuní por última vez esa semana con mis más cercanos colaboradores. Se hallaban presentes algunos arquitectos e ingenieros capacitados para acometer tareas ante desastres. El gran ciclón se encontraba relativamente cerca de La Habana, pues su amenazante trayectoria cubría ya las proximidades de la costa sur de Cuba.

Quedábamos solo a merced de los fuertes vientos y de las altas presiones que conformaban el anticiclón, escudo protector que ofrecía una última esperanza a los meteorólogos y a la Defensa Civil.

Meses atrás, otros ciclones habían atravesado la Isla, dañando a incontables ciudades y pequeños pueblos. En esa oportunidad que ahora refiero las consecuencias podían ser devastadoras. Iván, que así se llamaba el meteoro, conformaba una fuerza organizada, terrible dada la relativa fragilidad del patrimonio edificado y, aún más, del resto de la vieja ciudad.

“El próximo lunes – les dije – podríamos estar ante una emergencia nacional, y quizás debamos comenzarlo todo”.

Estábamos preparados para las contingencias. Se dispuso el desmontaje de las esculturas emblemáticas, entre ellas el Mercurio que, ubicado en la cúpula de la Lonja del Comercio, ya había sido abatido una vez por el huracán Irene, el 14 de octubre de 1999. Entonces, tras su restauración, le fue colocado un soporte rotario que le permitiese girar lentamente para contrarrestar las fuerzas del viento. Sin embargo, había que precaver.

Fue protegida asimismo la bella escultura de Neptuno, restituida no lejos de su primitivo emplazamiento, frente al Castillo de la Real Fuerza. En la torre de esta última fortaleza, una réplica de la mítica Giraldilla salvaguardaba a la pieza original, fundida hacia 1630 en bronces antiguos por el maestro Jerónimo Martín Pinzón y conservada hoy en el Museo de la Ciudad.

estatua de neptuno (Small)

 

A las puertas de nuestra oficina, en el Palacio de Casa Lombillo, en la Plaza de la Catedral, depositaron la colosal escultura de Poseidón, la cual quedó a buen recaudo en el atrio o zaguán. Mientras, en la Plaza de San Francisco, un bosque de puntales dio apoyo a las balconaduras de los antiguos palacios y casas solariegas; se acodó también la Fuente de los Leones.

El febril ir y venir de los constructores se mantenía contra las manecillas del reloj. Se percibía el ambiente de tensión que precede a las grandes tormentas. El cielo tomaba bellísimos y extraños colores. Al final, la ciudad se salvó: la furia desencadenada siguió su errático camino atravesando entre olas inmensas y silbidos aterradores el Cabo de San Antonio y la Península de Yucatán.

Desde los tiempos sobre los que tenemos las primeras noticias, el ciclón es el fenómeno natural más característico y frecuente en estos mares. La eximia poetisa cubana Dulce María Loynaz cantó a nuestra Isla recordándola “¡a la orilla del golfo donde todos los años hacen su misterioso nido los ciclones!”.

Pero sería Don Fernando Ortiz quien mejor interpretara el significado de los huracanes en nuestra cultura, al demostrar cómo incidieron en los ritos indocubanos, específicamente en su simbolismo artístico.

El gran sabio estudió los enigmáticos círculos concéntricos que, cual Capilla Sixtina del arte rupestre del Caribe, aparecen dibujados en cuevas como la de Punta del Este, en la antigua Isla de Pinos, llamada por Colón de San luán Evangelista y, en la actualidad, Isla de la Juventud. Basándose en el carácter rotatorio de esos signos, Ortiz expuso magistralmente su hipótesis, según la cual esas figuras representan la identificación del ser humano con la inmensidad de la naturaleza encolerizada, instante recogido por José María Heredia en un maravilloso verso: “El huracán y yo solos estamos”.

Fue Cristóbal Colón el primer extranjero en alertar sobre los daños predecibles de tal fuerza organizada. Consta cómo en octubre de 1495, al percibir destellos extraños en el firmamento y las bandadas de aves volando contra corriente, el Descubridor hizo saber sobre el peligro inminente a don Nicolás de Ovando, quien había llegado a Santo Domingo con una magnífica armada. Pero el Comendador de Lares, tratando burlonamente al Almirante de “profeta y adivino”, no le prestó atención y se hizo a la mar. A causa de tal imprudencia el huracán destruyó los 30 navíos, entre ellos el que llevaba prisionero al cacique conquistado Guarionex y un cargamento que incluía oro por valor de 200 000 castellanos y la mayor pepita nunca encontrada en Occidente.

Años después, en el Puerto de Casilda, Trinidad de Cuba, un acontecimiento similar motivó el pavoroso relato de los marinos sobrevivientes de un naufragio, quienes contemplaron atónitos, al amanecer, las arboladuras y otros aparejos de las naves sobre las copas de los árboles. En la inacabable vigilia, escuchaban los tamboriles y flautas de los aborígenes, que trataban de aplacar la cólera divina.

Grabado de Federico Mialhe que recrea el panorama desolador de la tormenta de San Francisco de Borja, 1846

Grabado de Federico Mialhe que recrea el panorama desolador de la tormenta de San Francisco de Borja, 1846

 

Siglos más tarde, desde la torre del observatorio astronómico del Real Colegio de Belén, en el corazón de la antigua ciudad amurallada, el sabio sacerdote jesuita Benito Viñes estudió por primera vez científicamente en Cuba las características generales del ciclón como fenómeno singular y particular del trópico.

¿Pero qué sentido tiene que haga estas breves referencias introductorias?

La guerra avisada que los huracanes suponen, desde su nacimiento en las aguas templadas hasta su disolución, es parte de la problemática de la restauración de La Habana Vieja. Desde que inicié mis empeños en 1967, he sido testigo de todo lo que ha tenido que hacerse a propósito de los ciclones.

Y en la medida en que avanzamos en la concepción general de la restauración del Centro Histórico – así como de otras áreas que se han incorporado como urgencias impostergables – sus complejidades nos han mantenido siempre en vilo, dentro de lo que hemos definido como emergencia latente, intuyendo a priori lo que pudiera perderse sin remedio, por una u otra causas.

A nuestra disposición de ánimo, a la capacidad profesional e inspiración de tantas personas comprometidas con esta labor infinita, debemos los resultados, más que a una ecuación puramente financiera. Idealista empeño, es verdad, porque nace de esa voluntad que ha motivado el sueño de un nuevo orden, basado en la relación creativa entre quienes habitan y su entorno. Imposible de comprender si se mira bajo la óptica fría del analista que solo recibe imágenes o informaciones sin cotejarlas con la vida, o a partir de testimonios de visitas efímeras a La Habana, o por haber escuchado alguna que otra intervención en la asepsia de los hemiciclos, en coloquios y congresos.

Ya en 1999 vio la luz, bajo el título Desafío de una utopía, un volumen en que el Plan Maestro, luego de largos y meditados estudios, sienta las bases del proyecto general de restauración del Centro Histórico. Para esa edición escribí las siguientes palabras: “La novedad radica en la firme voluntad de dibujar un prototipo de participación social y comunitaria, a más de ponderar un modelo descentralizado de desarrollo local, sustentado en la voluntad política y en las leyes promulgadas por el Estado cubano”.

Edificaciones de malecón restauradas

Edificaciones de malecón restauradas

 

La gestión económica, en la cual se basa nuestro proyecto, está subordinada a una acción cultural poderosa que estudia y analiza las raíces de la identidad. Mediante la labor editorial y el uso adecuado de la radio, la televisión y la prensa escrita, hemos sido capaces de proyectar objetivos muy precisos en la conciencia ciudadana. Nuestra prédica exalta valores éticos y parámetros de conducta, apela al sentimiento nacional y proclama resueltamente que solo se puede acceder al futuro desde el pasado.

Llegado el caso, ante la balanza con sus relucientes platillos, recuerdo a cada instante el necesario equilibrio entre lo material y lo espiritual. En última instancia habría que optar por este último, en el entendido de que, sin la poesía, sostén del alma, únicamente sería posible acumular riquezas que por sí solas envilecen.

En consecuencia, reafirmamos lo dicho una vez: todo esquema de desarrollo que prescinda de la cultura generará decadencia. Esta, y no otra, es la irrenunciable utopía que nos ha convocado; a ella tributan los callados riachuelos que formaron el torrente.

Sin desmayo, con amor y paciencia, perseveramos en la obra iniciada, por encima de contratiempos y dificultades, carestías y limitaciones. Porque, sobre todo, creemos en la solidaridad y la practicamos, además de estar convencidos de que la pobreza solo se puede mitigar mediante la equidad, la justicia y el trabajo, sea cual sea la dimensión de que se trate, aun a escala global.

Casualmente, aquel texto de marras terminó en circunstancias parecidas a estas en que escribo ahora. Entonces decía: “Cae la tarde y un gran huracán avanza sobre las costas de Cuba. Bastaría que se inclinara unos pocos grados y que, al alejarse las fuerzas de la naturaleza, la ciudad se salvase de dolorosas heridas. Pase lo que pase estamos preparados para, sobre las minas, luchar y vencer; ya una vez lo hicimos contra el olvido”.

A San Cristóbal de La Habana, atlético gigante de la Capodacia, esculpido por Martín Andújar – bajo la influencia del sevillano Martínez Montañés – para la Parroquial Mayor de esta villa; a ese hercúleo caminante que lleva como bastón o cayado una palma real con yagua y penca de plata pura, sean dados los exvotos de nuestra ciudad en peligro. Lo imagino inmerso en las aguas de la broa, anteponiendo su poder que invocaron en silencio en la Santa y Metropolitana Catedral de La Habana, así como en las humildes casas de los barrios de Belén y San Isidro, los ancianos herederos de los cabildos de nación africana, bajo la advocación de Aggayú. Es lo intangible que brota sobre nosotros; halo mágico, presunción cierta, esperanza ante lo imposible.

Vuelve a cernirse sobre La Habana la amenaza de un ciclón, ahora con el nombre de Dennis. Es julio de 2005 y la inclemencia natural resulta razón poderosa para dar comienzo a este opúsculo, cuyos intensos recuerdos deben llevar de la mano al lector hasta esa cantera inagotable de la memoria.

Huracán Dennis en La Habana

Huracán Dennis en La Habana

 

Por necesidad hemos regresado a las artes y técnicas antiguas. Sobre el piso húmedo, junto al maestro, jóvenes aprendices en grupos de siete alumnos aprietan la argamasa, ponen las manos sobre la cal y la arcilla. Los canteros, más fuertes dada la rudeza del oficio, manipulan las piedras que, tomadas de edificios caídos, resultan mejores para esculpir en ellas las caprichosas volutas de los órdenes arquitectónicos, las molduras y otros elementos decorativos. Ricamente historiada de caracoles y corales, prisionera de sedimentos milenarios, la bella piedra conchífera de La Habana recuerda los días en que las primeras elevaciones emergían desde las profundidades de la mar azul para formar la Isla.

En otro ángulo, en torno al fuego que alimenta la fragua, el herrero, negro como el ébano, levanta el martillo mostrando a los ojos asombrados o deslumbrados de los discípulos, las formas que pueden obtenerse sometiendo vigorosamente entre tenazas y carbones las barras de hierro.

La cal y el yeso cubren muros y pañetes; lucen en el esplendor decorativo de los techos de casonas y palacios. Sobre esas tersas superficies rescatan los investigadores aquellas pinturas murales que inspiraron los descubrimientos arqueológicos de Pompeya y Herculano en el siglo xviii. Como si aquellas ciudades arrasadas por el Vesubio en 79 d.C., así como el posterior Nápoles borbónico, con su vida rumorosa, tan alegre y peculiarmente mística, tuviesen a La Habana como hija predilecta.

En otros recintos apartados, otros curadores remedian las heridas infligidas por el tiempo sobre lienzos magníficos, mayólicas o porcelanas, esmaltes o taraceas, sedas o tapices, complejos mecanismos de relojería…

Silenciosa y excelsa colmena, donde todos tributan y enaltecen de lo material, lo intangible. Pues no se trata del culto a las cosas, sino a lo que ellas suponen y representan, hasta que lo palpable se convierte en memoria, para que se cumpla la ejemplar enseñanza que leímos una vez en El principito: “lo esencial es invisible a los ojos”.

Solo así se explica el hechizo que ejerce sobre propios y extraños lo restaurado. Pero como todo no fue siempre de esta manera, y un inacabable horizonte de cosas por hacer nos lo recuerda a cada instante, el título de esta obra llama al corazón, golpea la conciencia: Para no olvidar.

Edificio Santo Ángel antes y después de la restauración

Edificio Santo Ángel antes y después de la restauración

 

Callaré ex profeso sinsabores e incomprensiones, no pocas veces insufribles, mientras me atengo a la disparidad de criterios, porque arroja luz en el debate y acera el carácter. Pero me ofende la falta de energía en el empeño, la no perseverancia, el dejar para mañana lo que ha de ser ahora, el cuestionar lo posible con disquisiciones teóricas… Mantengo presente para mí la dramática apelación del Padre de la Patria en su Diario: “Y lo malo, lo cruel, lo torpe, es dilatar el triunfo…”.

El patrimonio intangible habita el universo de las personas: en sus memorias individuales y colectivas. Ellas, a su vez, pueblan el mundo que han ido construyendo y ordenando según las experiencias que han recibido; generan tradiciones propias que enmarcan y definen a la familia, al conjunto de la sociedad, a los pueblos y naciones.

Como las abejas su panal, a imagen y semejanza de sus propios deseos, los seres humanos transforman en materia palpable sus recuerdos y costumbres. En tal sentido, y dado el complejo proceso de producción del patrimonio cultural, puedo afirmar con convicción profunda que lo intangible resulta inseparable de lo monumental y de lo real.

¿Dónde hallar el límite entre el alma y el cuerpo? Intangibilidad, espiritualidad, inmaterialidad… son categorías indisolublemente ligadas al espacio, al paisaje, al medio ambiente, sea natural o urbano. Todo ello perdería su autenticidad si rompemos el definitivo binomio que caracteriza los rasgos peculiares de la diversidad cultural.

El concepto de patrimonio cultural que defendemos es atemporal. Va más allá de los valores construidos y erigidos en otras épocas; llega hasta nosotros en la energía vital de lo cotidiano, remoto o moderno; reitera que al futuro no se puede acceder sino desde el pasado.

Décadas atrás, el interés general parecía inclinarse sobre edificios o conjuntos emblemáticos, a los que se asociaban altos valores simbólicos. Solo después, al menos para nosotros, se asumió el valor de todo el conjunto urbano y cobraron inusitado interés exponentes más modestos. Desde una perspectiva más cabal e integradora, lo monumental fue incluido en la complejidad social. Y a partir de ese momento, con una nueva dimensión que amalgama continente y contenido, se comenzó a hablar con propiedad de una recuperación responsable del patrimonio cultural en toda su plenitud.

Nuestra acción recuperadora tiene como protagonista principal al ser humano, pues, en la medida en que se garanticen su desarrollo y el ejercicio pleno de su libertad, veremos florecer la cultura que señala la existencia verdadera e indiscutible de un pueblo y de una nación.

San Ignacio 411 antes y después

San Ignacio 411 antes y después

 

En La Habana, hoy más que nunca representativa de todos los rasgos y caracteres de la cubanía, observamos el modo de ser extrovertido de sus habitantes en el espacio público, la reunión social, la vida compleja y múltiple. Ella nació como fuerza y caudal emancipador en las plazas y plazuelas de la ciudad antigua murada; en los festejos y celebraciones que convocaban a la participación y al encuentro entre sus vecinos y moradores, ya fuese el culto al santo protector o el carnaval tentador y colorido descrito por Giovanni Francesco Gemelli, en sus apuntes sobre La Habana incluidos en su libro Giro del Mundo.

Se abrían entonces los pórticos magníficos que daban acceso al zaguán, antesala de un mundo interior reservado, casi morisco, que apunta a la España del sur. Ese ambiente propicio tenía por centro el patio, ese pequeño jardín interior que, en el clima candente y húmedo, invita a la tranquilidad de la siesta, a la amable conversación, a la privacidad.

Ahí, por paradójico que resulte, surgió el carácter vital, comunicativo, que no podría explicarse sin la luz del vitral colorido, roto en mil destellos sobre los pisos de mármoles o de arcilla.

Era el parloteo tras la complicidad de las rejas de complicados arabescos; ese observar el mundo exterior al amparo de las persianas y las celosías, ese diálogo de ventana a ventana gracias a la proximidad en que, por lo general, se construían las casas para garantizar la sombra bienhechora de las calles. Contribuía el paso del viento fresco que viene de la mar, hacia la cual se orientaban las torrecillas que, como las altanas de Venecia o los miradores gaditanos, identifican todavía hoy a la antigua Habana.

Para esta ciudad redactó sus ordenanzas el letrado Alonso de Cáceres, en 1574. Quedaba atrás la aldea provisoria, y comenzaron a alzarse los pequeños alcázares, entre diminutas huertas y elevadas tapias. Se fueron delineando las calles y los templos se irguieron como hitos, mientras en torno a ellos aparecían las casitas blancas y amarillas, con sus graciosos tejados, tal y como se ve en el ingenuo dibujo de 1609, hallado en el Archivo de Indias, en Sevilla.

1519 Fundación, pintura del artista francés Jean Baptiste Vermay

1519 Fundación, pintura del artista francés Jean Baptiste Vermay

 

Junto a la planta de nuestra primera fortaleza renacentista, inconfundible, llama poderosamente la atención el dibujo de un árbol solitario. A su sombra nació la aldea, matriz de la villa y de la ciudad futura. Bajo esa ceiba mítica, capaz de resistir la furia de todos los huracanes, se gestó nuestra identidad.

Prólogo para el libro “Para no olvidar” del Doctor Eusebio Leal Spengler, Historiador de la Ciudad de La Habana, publicado en 2005

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Historiador de la Ciudad de La Habana 2011
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