Dialéctica personal

junio 6, 2012

Por: Magda Resik Aguirre

El hacha de Shangó sobre los libros y papeles que cubren la pequeña mesa al centro de la habitación, se me antoja un símbolo evidente del conocimiento protegido por los dioses. No es ésta la típica oficina sobria y desentendida del encanto hogareño. Más bien se asemeja a esos despachos de las casonas antiguas que rezuman experiencia, sabiduría, y respiran, a través de souvenirs, amuletos, fotografías… los olores del universo.
Como siempre, llega corriendo, se sienta en la antesala para abrocharse el cordón de un zapato y saluda con esa energía típica de los hiperquinéticos militantes. Quizás por eso ha sido capaz de devolverle al patrimonio nacional su lugar de honor y no se cansa de convencer a la opinión pública sobre la importancia de que las piedras, los vitrales, los útiles de otras épocas… le conversen a los nuevos habitantes de Cuba, a los turistas que intentan descifrar el encanto de esta isla del Caribe.
Pocos no le reconocen. Su voz profunda y monocorde, pero entrañablemente cálida, con ese dejo propio de los oradores natos, ya es parte de la memoria cotidiana de los cubanos. En La Habana Vieja le adoran y le protegen de cualquier mal. Los vecinos agradecen ese desvivirse por mantener las centenarias construcciones que han sido espacio habitacional de varias generaciones de habaneros.
En una de las construcciones coloniales más bellas del país, donde los capitanes generales dictaban sus leyes y cumplían con los caprichos de los reyes españoles de turno, Eusebio Leal cuenta su larga historia, que pasa inevitablemente por la memoria de Cuba.
Sé que muchos desearían compartir esa suerte de embeleso que domina a cualquier auditorio al que se dirige. Por eso es preferible reproducir la entrevista casi intacta. Lástima que su capacidad para narrar como si hubiera vivido los hechos, requiera el complemento de su gestualidad. Eusebio Leal sabe contar historias.

¿Cómo fue Eusebio de niño?

Nací en el hospital América Arias de La Habana y después fui a vivir a la calle Hospital 660, entre Salud y Jesús Peregrino, donde estaba la casa de mis padres, cerca de la biblioteca pública de la Sociedad Económica de Amigos del País, a la cual le doy mucha importancia. A los ocho años estaba en su sección juvenil, en el mundo de los preciosos libros de cuentos ilustrados, que eran una verdadera fantasía. Pasaba mucho tiempo leyendo…

¿Era tan bueno?

Ni bueno ni malo. Era un niño de ese tiempo, como otro cualquiera. Siempre me gustó la lectura y la fantasía de las historias pasadas. Hasta el tercer grado asistí al Instituto Panamericano, en la propia calle Hospital, y de ahí pasé a una academia en San José, entre Espada y Jesús Peregrino, donde cursé hasta el quinto grado. Toda esa época fue muy triste, porque eran años muy difíciles para mi familia, para mi mamá. Sin embargo, para mí era ese siglo que entonces representaba la escuela primaria, cuando el tiempo no es como el de ahora, que se va volando.
Ya no pude hacer más escuela; a partir de ese momento empezó el camino del autodidacta, del estudio por cuenta propia, porque pasé muchos azares: mala conducta en la escuela, poca aplicación para ciertas cosas, el fracaso total en las Matemáticas, que siempre me tenían crucificado, y finalmente los problemas familiares, que fueron creciendo.

¿Qué hizo entonces?

Desempeñé numerosos menesteres, desde limpiar cristales en un garaje hasta trabajar como mensajero en la farmacia del hospital Calixto García. Así me acerqué a la realidad del mundo cubano. Tenía que estar allí, vigilante en los pabellones, para ver a quién le faltaba alguna medicina y tratar de que se la encargara a mi farmacia. Como era muy delgado, pequeño, las enfermeras me querían y me ayudaban a conseguir encargos.

¿Y cuándo descubrió su interés por la política y el destino del país?

Me vinculé a la organización Juventud de Acción Católica, atraído por la vocación cristiana. Eran los años que precedieron directamente al triunfo de la Revolución. En las filas juveniles cristianas conocí a mucha gente que estaba conspirando contra la tiranía batistiana. Formé parte de un grupo del Movimiento Revolucionario 26 de Julio que realizaba propaganda, labores de subversión, búsqueda de medicamentos para los rebeldes…
Nunca encontré ningún tipo de contradicción entre mi fe y la idea de hermandad y transformación de Cuba que proponían los revolucionarios.

¿Qué sucedió con Eusebio después del triunfo de la Revolución?

Durante los primeros meses trabajaba en un almacén. Era una vorágine de gente que iba y venía en todas las direcciones; la sociedad se movía como electrizada y entonces surgió la idea de traer campesinos a La Habana el 26 de julio de 1959, un millón de campesinos o veinticinco mil; eran muchos y hubo que organizar campamentos para albergarlos.
Me presté para organizar uno de esos campamentos, muy grande por cierto, y para hospedarlos había que buscar comida, catres, camas. Se recibió a los campesinos y hubo un gran acto ese 26 de julio en el Parque de los Maestros, frente a la Escuela Normal. Varios oradores hablaron allí, y como yo lo hacía bien me invitaron por la Juventud de Acción Católica. En este acto conocí a José Llanusa, quien habló en nombre del Movimiento Revolucionario 26 de Julio. Por esa época él era uno de los que formaban el triunvirato de gobierno de la ciudad de La Habana, con sede en este mismo edificio, el antiguo Palacio de los Capitanes Generales. Aproveché la ocasión y le dije que no tenía trabajo, y él me pidió que lo fuera a ver el lunes. Vine volando, puntualmente, por la mañana. Y el 22 de agosto empecé a trabajar. Fui el empleado más joven de la administración municipal: me faltaban unos días para cumplir diecisiete años. No imaginé que en este lugar pasaría los 36 años siguientes. Todos los acontecimientos importantes de mi vida, a partir de entonces, estarían ligados a este sitio.

¿De qué forma?

Aquí conocí al doctor Emilio Roig de Leuchsenring y a su esposa María Benítez. Las entrevistas con el doctor Roig fueron muy importantes; sin embargo, no tenía la más mínima idea de que mi futuro estaría vinculado a su persona y al Museo de la Ciudad de La Habana. El primer museo que visité en mi vida fue la casa natal de José Martí, pero este museo, el de la ciudad, fue el principal. El doctor Roig muere en 1964 y el 11 de diciembre de 1967 decide el gobierno municipal irse de aquí. A partir de este momento me otorgan la custodia de las obras que se iban a hacer. Tenía prestigio entre los jóvenes comunistas, a tal punto que cuando venía algún visitante a este palacio, habitado febrilmente por una institución administrativa (y digo febrilmente porque se hacían escuelas, movilizaciones agrícolas, millones de cosas), y ese visitante preguntaba alguna cosa de historia, ellos me llamaban para que diera explicaciones.

¿Entendían su dualidad cristiano-revolucionaria?

No faltaron los problemas personales por la contradicción entre fe e ideología. Tuve la fortuna de seguir siempre los entretelones y el espíritu, más que la letra, del discurso político de Fidel, desde su batalla pública en la Universidad de La Habana, cuando suprimieron la palabra Dios de la lectura del testamento de José Antonio Echevarría.
Iba guiando mis pasos en ese difícil camino, en el que para mis propios compañeros y correligionarios era una persona extraña. Cuando algunos empezaron a flaquear en sus convicciones de que la Revolución era realmente el camino social de Cuba, yo reafirmaba esa voluntad mía no sin tribulaciones, problemas y dificultades, y con una grandísima agonía personal.
Quizá para otros no fue así, pero para mí sí. Me ayudaron muchísimo los amigos y gente revolucionaria, cristianos muy positivos, sacerdotes ilustres, y entonces transité de esa época a otra mejor de completa identificación entre el sueño social y el de una transformación del hombre por la vía de la virtud de las ideas, de los cambios.

Todo el mundo alaba su prodigiosa memoria…

Eso es mentira, la memoria se cultiva. Hay que estudiar mucho, tengo que estudiar cada día para lo que voy a hacer. Hubo un tiempo en mi vida en que leí muchísimo, con el más grande, el más delicioso placer. Hoy leo también con una gran rapidez, pero muy poco en comparación con otros tiempos. Mi mamá trabajaba en una o varias casas todos los años haciendo las labores domésticas. Descubrí en una de esas casas una biblioteca excepcional. Dentro estaban las obras de Emilio Salgari, Julio Verne… Meses y meses del año, mientras duraban aquellos veranos, yo los pasaba acostado en el suelo leyendo libros.

¿Por qué la historia?

Para mí la historia es la memoria de las cosas. Una persona sin memoria es una víctima, un pueblo sin memoria es una fatalidad, jamás encuentra su camino. Hay quienes preguntan hoy si podrá preservarse o no la nación cubana, si nos alejamos de una sociedad soñada durante más de treinta años. Yo no sé que hubiera pasado si a estos cubanos que tienen tantas dudas, les hubiese tocado vivir en los tiempos violentos de Martí o Céspedes.
En el momento de Céspedes sobrevino un enorme rompimiento. Subvertir aquel orden basado en la esclavitud, el ejército y la religión católica; defender ideas liberales y laicas frente a la férrea dominación de la Iglesia, como poder sustentador del orden colonial, era un desafío insólito. Los que tuvieron valor para enfrentarlo conscientemente fueron brillantes. De ahí mi culto personal por Céspedes. El segundo momento es el de Martí, porque no se había logrado la victoria en 1868. Por tanto, predominaba un sabor amargo, un sentimiento de culpa. La discrepancia y el antagonismo que no parecían resolverse encontraron solución en un hombre como Martí. No voy a decir que fue un hombre conciliador, sino de entusiasmo, de confianza, de voluntad de hacer; con un carácter impositivo tremendo, como el de Martí, que no era una mansa paloma. Esa voluntad de que tenía una idea, un mensaje, algo que hacer, fue lo que atrajo sobre él el dictado de Apóstol.
Así tenemos a un hombre tan completo y pleno como Martí, que cumplía los requisitos del cubano, poseedor de una misteriosa y amplísima espiritualidad, con un discurso rico, maravilloso, que llegaba a todo el mundo y que todos podían interpretar, pero no todos lograban descifrar. Alguien que luchó por la unión de la nación cubana, saltando por encima de las llagas abiertas de la esclavitud y aun por encima de una cosa mucho más temeraria: la unión improbable entre cubanos y españoles, entre las partes buenas y más sanas de ambas sociedades.
En este tiempo que nos tocó vivir, que es el mejor porque es el nuestro, debemos sumar las experiencias de esos procesos anteriores. A pesar de las dificultades, desafíos, confrontaciones, incógnitas, pienso que estamos mejor preparados que entonces, porque se ha dicho con razón que en aquel momento luchaban por algo que era una quimera: la nación, la patria, esa palabra que ha perdido valor para algunos, pero que para otros resplandece más que nunca. Patria era la poesía; eran los sufrimientos de nuestro pueblo, de la familia cubana; era la emigración, la lucha armada, el desaliento de lo perdido, el llanto inacabable por el sacrificio de tanta gente. Todo ese acontecer riquísimo sustenta hoy nuestro concepto de patria como algo más que una esperanza, porque ya es algo concreto: instituciones, familia, territorio… Todo eso forma el concepto de patria y también el sentido martiano: patria es humanidad.
Después del triunfo de la Revolución, ante el estructurable equilibrio ya vacilante, Cuba debió diseñar su resistencia y escapar del asedio imperial norteamericano, opuesto a toda modificación del status quo de América y el Caribe. No le quedaba otra alternativa en ese momento que unirse a un proyecto que se desarrollaba en otra parte del mundo, el socialismo real, a mil kilómetros de distancia, sobre otros basamentos culturales, otra identidad humana e histórica. A partir de ahí, la sociedad cubana no solamente sobrevivió, sino que realizó la proeza de materializar ese ideal. Fue una suerte que estuviésemos tan lejos, porque el nivel de compromiso tuvo que sustentarse sobre sus bases originales y sobre su necesidad esencial y no trascendió de ahí. Quiere decir que la identidad de nuestra patria, su carácter, su idioma, sus tradiciones, quedaron en gran medida intactas, aunque sufriendo por retazos la exclusión criminal que se hace de Cuba por parte de los organismos interamericanos. Una exclusión dictada por los Estados Unidos y que tiene como objetivo declararla apestada, enferma de un mal incurable.
Sin embargo, el país sobrevivió a todo eso. ¿Qué fuerza vital, qué misterioso poder tiene este pueblo, esta causa y esta Revolución, que cinco años después de haberse destrozado la Unión Soviética y los estados socialistas del Este, Cuba, una y distinta, vive, sobrevive y se enfrenta al futuro? Nuestra Revolución no salió de la paz augusta del socialismo europeo; vivió en la agitación revolucionaria latinoamericana. Se luchó en este continente de una forma inconcebible, y Cuba estuvo presente en cualquier parte de la tierra donde se peleaba por el hombre. No sólo con soldados, médicos, maestros… Si reuniéramos en tierra todos los enfermos que vinieron para buscar ayuda, los lisiados que fueron curados, los desesperanzados que recibieron aliento y con los que compartimos nuestro pan, pienso que estaríamos frente a una multitud inmensa, nunca antes vista, y esto clama al cielo por justicia. Por ello es inaceptable decir que la Revolución hizo justicia sin amor. ¡Qué juicio temerario, qué herejía! Yo pienso que el amor salva y que esa enorme obra de solidaridad hecha a nuestras expensas, nuestra inspiración natural y vocación, es el más grande monumento al amor. Cosas que hicimos y que no estaban en el esquema del Este ni en el de la lucha entre las dos grandes fuerzas confrontadas, nos han salvado. Solamente la espada, la voluntad, la fiereza, esa intensa fidelidad a la vocación humanista, solidaria y antiimperialista.
Con esa capacidad de ver un poquito más adelante te digo que vamos a salir adelante, que estamos saliendo. Eso sí, hay que entrar a ver qué es lo que nos conviene en cada momento, qué se debe cambiar y qué no. No el cambio como cambiacasaca, sino como una necesidad de la vida, una ley de la evolución natural de la vida. Pienso que hay cosas que cambiar, que muchas personas tenemos que ser más honestas, consecuentes y firmes. Y aceptar que el enriquecimiento de la naturaleza humana provoca la experiencia social e individual.

¿Cómo ve usted al cubano?

La isla ha influido mucho en nosotros. No podemos pensar que somos iguales a la gente del continente. La condición insular otorga ciertas capacidades y también crea ciertas limitaciones. Somos personas deseosas de conocer el mundo; por ende, hospitalarias. Nos gusta que la gente venga y nos conozca, abrimos muy rápido la puerta para mostrarles nuestra afectividad.
También tenemos, como todo pueblo de estirpe española, una inclinación trágica, que a veces choca con la jaranera creando fenómenos singularísimos. Somos muy apasionados, indiferentes a nada. Todo se vive con pasión; nos excitamos ante las cosas que nos atraen y nos entregamos a ellas por completo hasta quedar exhaustos. Somos bondadosos hasta el extremo de compartir lo nuestro con rasgos de altruismo y solidaridad inconcebibles, pero muy fieros para defender lo que creemos que es nuestro en la vida personal y social.

Ser un hombre de pensamiento y asumir responsabilidades prácticas, ¿no le resulta muy contradictorio?

Lo he asumido como muy natural. Hace tiempo que me di cuenta de que la vida es una sola y hay que vivirla bien, como uno quiere, o no vivirla. A veces quisiera tener un tiempo para mí, quisiera la incógnita y no la tengo. A veces necesito la soledad y no la encuentro. La vida se ha convertido en el asalto continuo de esas campanas que me recuerdan el tiempo, de esas personas que irrumpen de pronto y aunque esté hablando me piden que haga otra cosa. Es en definitiva esta celda grande que he hecho para mí mismo, cuando fui el más grande soñador de mi propia libertad. Yo mismo edifiqué sus barrotes y levanté sus muros.

Uno de los dolores del cubano y del capitalino es ver su ciudad maltratada, sucia…

Sí, pero él también tiene responsabilidad en eso. No vamos a estar toda vida echándole la culpa a las instituciones y a los organismos del Estado. Pienso que aquí hace falta un sacudimiento profundo de la dignidad pública.
El cubano tiene que entender que ha llegado el momento de emprender una profunda batalla dentro de sí, después dentro de su casa, después en la ciudad y después en su sociedad. Un verdadero movimiento de integración y de participación que para mí es decisivo.
Todo el tiempo no estuve gozando de apoyo total para mis cosas. El verdadero mérito de esta batalla que ves ahora resumida en tres o cuatro cositas hechas y algunos sueños por realizar, es precisamente que no siempre eso fue compartido por todos.
En lo que he incursionado no es en las piedras que he movido ni en los papeles que he coleccionado ni en las cosas que pueden haber salvado del olvido mis colaboradores y otras personas.
La batalla fundamental ha sido esta apelación constante a los valores de la ética cubana, en la cual he estado metido durante largos años valiéndome de todas las tribunas.

Pero, ¿qué es lo ético en este momento?

La lucha por toda una serie de valores, como el amor filial, la fraternidad entre las personas; la lealtad a lo que uno piensa, volcada en lo que uno hace. Es el respeto a los derechos de los demás, es tratar de interpretarlos y no de imponérseles. La experiencia de las generaciones precedentes no puede ser destrozada en nombre de que lo nuestro es lo mejor, lo único absoluto, lo único bello. En mi obra personal como intelectual ha habido un intento continuo de reparación. He creído en el signo de sumar; por eso, mi discurso ha sido siempre para todos los cubanos. 

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