Por el equilibrio indispensable del mundo

febrero 16, 2013


” -Ahora, cuando los hombres nacen, están en pie junto a su cama, con grandes y fuertes vendas preparadas en las manos, todas las filosofías, las religiones, los sistemas políticos. Y lo  atan, y lo enfajan- y el hombre es ya, por toda su vida en la tierra, un caballo embridado. Yo soy caballo sin silla.”
José Martí (1)

Queridos compañeros de la Presidencia;
Participantes en este evento:

Sería un acto de vanidad, en mi caso, tratar de resumir o concluir todo cuanto se ha dicho. Creo que todas las palabras, todos los sentimientos, han estado contenidos en los discursos, en las ponencias y las conferencias que tantos amigos de Cuba, tantos cultores de la obra de Martí han expresado en estos días y en estas horas.
Momentos muy emocionantes serán, sin lugar a dudas, inolvidables, como el instante en que recibe el merecido premio, otorgado por la UNESCO, nuestro querido hermano Frei Betto, y sus palabras de gratitud.  Exactamente igual, la presentación del libro de Fernando Moraes, una apelación importantísima al reconocimiento mundial de una causa a la cual estamos abrazados no solamente los familiares de los jóvenes cubanos cautivos en injusta prisión, sino también el pueblo de Cuba, también muchos amigos de Cuba y de las causas justas y solidarias.
Pero lo más interesante del evento ha sido su propia esencia como convocatoria: Por el Equilibrio del Mundo. Se ha ponderado la necesidad y la urgencia de hallar, como en la naturaleza humana, en el carácter de los individuos, en la relación entre los hombres y las naciones, ese equilibrio indispensable que marca el respeto al otro, la consideración de la unidad en la diversidad y, desde luego, la importancia de las ideas.
Se ha mencionado insistentemente la palabra Revolución.  No podía ser de otra forma porque violaríamos el homenaje justo y el tributo que rendimos a aquel que fue, sin lugar a dudas, uno de los más grandes y apasionados revolucionarios, cuya epopeya en tan corto tiempo de vida siempre nos sorprende y conmueve. José Martí es el hombre que, desde la humildad de su cuna, llega a ser considerado el primero entre nosotros; aquel que con palabras llenas de ternura y con una singular espiritualidad que no admitió el yugo de ningún condicionamiento, defendió la libertad, el derecho a pensar, la justicia social;  aventuró, como el principal dilema de su propio pueblo, desatar las cadenas que ungían al yugo de la esclavitud a una parte de la humanidad sobre el suelo de Cuba.
Cuando triunfó la Revolución Cubana en 1959, apenas habían pasado siete décadas de la abolición de la esclavitud. Uno de los intelectuales cubanos de más mérito, Miguel Barnet, pudo escribir una novela basada en la vida y el testimonio de Esteban Montejo, quien aún anciano, había sido precisamente parte de aquel dilema, y al mismo tiempo parte de su solución, porque fue hombre sin libertad y un luchador por la libertad.
Conocí a muchas personas unidas a esa memoria, hijos y nietos de esclavos africanos traídos a Cuba. Por eso, la madurez martiana comienza en el instante en que, acompañando a su padre en el entorno de la zona del Hanábana, observa a un esclavo que pende de una cuerda sobre un árbol.  Le espanta la idea del sacrificio, del dolor humano, y jura consagrarse a la gran causa emancipadora: “Un niño lo vio: tembló / De pasión por los que gimen; Y, al pie del muerto, juró/ Lavar con su sangre el crimen!”
Otro elemento esencial es que hay, no digo una premeditación, sino una especie de índice que marca sus pasos a lo largo de una vida breve.  Le llevó a pulsar cientos y miles de páginas con aquella letra perfecta que admiraron sus maestros y que se fue deformando en el tiempo, en la búsqueda precisamente de un tiempo otro, del cual ya nunca pudo disponer.
Herido en lo más íntimo de su ser por una condena injusta que él aceptó como premio y castigo a su temprano amor por Cuba, el yugo abrió en su piel – y en lo más íntimo de su condición humana – una herida que no sanó nunca.
La joya que más apreció fue precisamente un anillo de hierro, forjado con aquel fragmento del grillo que un joyero había fundido para él, matrimonio simbólico, con una esposa superior a toda pasión carnal. !La esposa era Cuba, su amor infinito!
La búsqueda de otro amor casi le fue imposible. Lo tentó en el mundo, porque Martí fue ante todo hombre, y hombre de pasiones; lo tentó en distintas oportunidades, hasta en una fallida relación matrimonial. Pero, por sobre todas las cosas, Cuba fue, desde temprano, el perfil buscado en cada rostro, el que aparece en su hermoso poema  dedicado precisamente a Carmen, la joven muchacha camagüeyana que conoce en México:

“Es tan bella mi Carmen, es tan bella,
Que si el cielo la atmósfera vacía
Dejase de su luz, dice una estrella
Que en el alma de Carmen la hallaría.” (2)

Lo buscó en el rostro esquivo, el de la interesante Rosario de la Peña, por la cual se había quitado la vida, en un rapto de pasión y de despecho, el poeta mexicano Manuel Acuña, que en vísperas de su mortal determinación, escribió para ella, yo quiero decir esta noche que te quiero, gravándola para siempre.
Y por sobre la sangre derramada, el joven Martí dedicaría a ella apasionados versos:

“En ti pensaba, en tus cabellos
Que el mundo de la sombra envidiaría,
Y puse un punto de mi vida en ellos
Y quise yo soñar que tú eras mía.” (3)

Lo colocó en el amor ingenuo, devoto e inocente de María (4), en los días solitarios de Guatemala, cuando deslumbra a los jóvenes estudiantes con su palabra, y comenzaron a nombrarle. Doctor Torrente; era “más agradable la visión del río y del torrente que del lago manso.”
Él, que creyó profundamente en una vida eternal, no se sometió al yugo de religiosidad alguna; simple y sencillamente practicó el amor compasivo,  la solidaridad callada, la intensidad profunda de su sentir hacia el prójimo, que le hizo ver más allá de la muerte y le llevó a afirmar: “La vida humana sería una invención repugnante y bárbara, si estuviera limitada a la vida en la tierra.”
Todo eso está contenido en esa figura pequeña, que ahora nos demuestra que nada es pequeño para un ser humano grande, sea mujer, sea hombre.  Esa figura que pasó a convertirse en el maestro en el exilio, que se reveló en el amado y amable maestro de los niños, el que escribió palabras hermosas para ellos y dedicó en La edad de oro las semblanzas vitales y fundamentales que han de tenerse en América para entender nuestro destino.
Ahí está, en su magnífica sobriedad como de marfil, el padre Las Casas;  ahí está Bolívar, evocado por él intensamente en Nueva York, describiéndolo en la magnitud de su obra inacabada, en la fe en su destino;  está en San Martín, en sus renunciamientos, en su modestia, en la figura del abrazo de Guayaquil, que le conmueve; y está en el padre Hidalgo, quien lanzó a vuelo las campanas de Dolores en 1810 .
Sobre todo eso nos llama la atención Martí, con ternura infinita, en el mismo momento en que se dedica y consagra a convocar a los cubanos a algo que es indispensable para los cubanos de su tiempo, para nosotros todos, comprendido ese plural en todos los que nos reunimos aquí o no están: la unidad necesaria. ¿Cómo alcanzarla dentro de tan pronunciada singularidad? ¿Cómo ser finalmente uno solo y romper las infinitas fronteras, los debates que han llevado al derramamiento de la sangre aun de los padres fundadores?
¿Quién no llora todavía por esas heridas? ¿Quién no piensa en la soledad de del Libertador en San Pedro Alejandrino, en Santa Marta? ¿Quién no piensa en San Martín, que jamás pudo regresar después de una decepción que nunca le apartó del culto a la libertad? ¿Quién puede, sino aquellos que logren vencer fronteras y dolores? Es la de O’Higgins en su refugio de Lima, es la del padre Hidalgo y de Morelos, decapitado el uno, fusilado el otro, como si con su sacrificio los adversarios tratasen de impedir el alcanzar el destino verdadero.
Martí es el antiimperialista, y comprende que su verbo, su palabra, su esperanza, su íntima convicción, debían alcanzar y abrazar a los cubanos, en cualquier parte del mundo, y traerlos a Cuba a una lucha para la cual creó un instrumento político, quizás el primero de su género, un partido de la unidad para dirigir una guerra de liberación nacional, como diríamos hoy;  un periódico que resumiese el pensar de tantos cubanos y de distintas formas de expresión, que llevaría el nombre simbólico y hermoso de Patria.
En ese espacio de país, que es naturaleza;  de patria, que es poesía y ansiedad, y de nación, que son las leyes y el estado de derecho, decursa su  vida breve. Transcurre una existencia que no le priva del tiempo para la literatura, para el arte, para el amor entrañable al hijo, para los hijos que nacieron de su voluntad de amar;  es aquel que quiere por sobre todas las cosas, ¡por sobre todas las cosas!, verse en definitiva coronado por el único destino que a veces, como decía su madre, es el de los precursores.
Por eso, quizás su carta a Máximo Gómez, convidando al ilustre dominicano a la lucha por Cuba, evoca el placer del sacrificio y la ingratitud probable de los hombres.
Su vida resulta para nosotros ejemplar; la vida efímera en Cuba, el tránsito por España, donde encontró la tierra de sus padres que le quisieron;  la madre, que no  entendió su destino pero a la cual dedicó —el mismo día en que firmaba el Manifiesto de Montecristi y la carta a Federico Enríquez Carvajal– esa carta bella que todos los cubanos recordamos:  “Hoy, 25 de marzo, en vísperas de un largo viaje, estoy pensando en usted. Yo sin cesar pienso en usted. Usted se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida. ¿Y por qué nací de usted, con una vida que ama el sacrificio? El deber del hombre está donde es más útil. Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre.”
Ese sentimiento de creer que ella lo espera en la distancia y lo que él define como “la cólera de su amor” es precisamente una parte de su vida, o acaso el llanto de su padre cuando vio la herida mortal y gangrenosa en la pierna, el testículo rozado por la cadena; los sollozos de aquel hombre al que supo querer y amar entrañablemente, porque existió entre ellos esa complicidad secreta que le obliga a manifestar el día en que conoce que ha muerto que con él desaparece una parte de su vida: “Mi padre acaba de morir, y gran parte de mí con él. Tú no sabes cómo llegué a quererlo luego que conocí, bajo su humilde exterior, toda la entereza y hermosura de su alma.” (5)

Eusebio Leal Spengler, Historiador de la ciudad de La Habana, durante el discurso de clausura de la III Conferencia Internacional Por el Equilibrio del Mundo, en el Palacio de Convenciones, en La Habana, Cuba, el 30 de enero de 2013. FOTO/Marcelino Vázquez Hernández

Padre amoroso, no pudo criar al suyo con delicadeza y con pasión.  Lo vio furtivo, extraviado, raptado de su compañía. Él volvería a Cuba años después, y en el campo de batalla, casi con la misma edad con que su padre había ingresado en el presidio, pregunta al último compañero que le sirvió como asistente, instantes antes de su muerte, cómo habrían sido aquellos últimos instantes.
Es el Orestes de la clandestinidad, capaz de convocar a la lucha y ponerse al frente de esa contienda. Es aquel que ha logrado pasar del último escalafón de inacabables oradores en actos patrióticos cubanos  por el 10 de Octubre, fecha de la emancipación y del Padre de la Patria, hasta el 27 de noviembre, quizás el más doloroso sacrificio, el más duro holocausto pagado por la juventud cubana ante un paredón inicuo en el cual se extingue la vida de los ocho jóvenes estudiantes de Medicina, no por un crimen que nunca cometieron, sino como dijo su propio ejecutor: por ideas políticas.
Si esto es verdad, entonces entendemos su verso en España, en medio de fiebres dolorosas, cuando exclaman por él que caminan a su lado, que sus sombras le acompañan.
Es el Martí peregrino de la libertad, el orador sin par, con una voz bella, como dieron testimonio los que le escucharon, de llegar con discursos muy elaborados al corazón de la gente, que es lo más importante.
¿Cómo era posible que un literato de su magnitud, un poeta de su talla, saludado entre los mejores de la lengua, pudiese presentarse ante el corazón de los trabajadores, de los jóvenes, de los humildes? Las palabras hoy de Luiz Inácio Lula da Silva abogando y refiriéndose precisamente a la sensibilidad de los trabajadores, nos explican el porqué le siguieron sin vacilación los jóvenes o los ancianos tabaqueros de Tampa y Cayo Hueso o los de Ybor City, por qué dieron su salario, su dinero, por qué dieron todo lo que tenían, y dieron lo más precioso: sus hijos jóvenes.
Eran esos hijos, los “pinos nuevos” evocados en oración memorable, los que debían partir a Cuba y unirse al esfuerzo colosal del pueblo cubano. Sale sobre una barca, un día promisorio, hacia las costas de la amada patria, con escasos compañeros, entre ellos el gran héroe (6), el dominicano ilustre, el vencedor de Las Guásimas y de El Naranjo, de Palo Seco y La Sacra, que los acompaña en aquella barquichuela que un capitán alemán, conmovido, deja a la bartola sobre las olas del mar en la noche oscura del 11 de abril de 1895.
Se abre la luna y la deseada costa de Cuba, después de un largo exilio, finalmente; un pueblo generoso que descubre, ese pueblo y ese país del interior y de lo profundo que él no había podido conocer en sus años juveniles. Le sorprenden los árboles, la naturaleza, los testimonios de la gente.  No le espanta la muerte.
Ya en el monte se reúnen los expedicionarios y, cuando aún no está constituida la República, le proclaman Mayor General del Ejército.  Él, que era un civil por excelencia, es ahora un soldado, un mayor general.  Uno que creyó que la guerra era necesaria cuando la consideró inevitable; uno que tenía espanto a la sangre ya no le teme; uno que creyó en la generosidad del adversario va a atravesar el triángulo mortal en un lugar donde coinciden los grandes ríos del oriente de Cuba: el Cauto y el Contramaestre.

“Mi verso crecerá: bajo la hierba yo también creceré.”
“Siento dentro de mí un cántico que no puede ser otro que el de la muerte.”

¿A qué apostó? ¿Para qué han servido sus poderosas ideas? Fidel lo reclama como autor intelectual del Moncada con absoluta propiedad, recupera para él el título que los maestros cubanos le dieron en el exilio y que enseñaron tesoneramente en las aulas de Cuba: Apóstol.  ¿Cómo no considerarlo Apóstol, si vivió no en francachelas ni en disipaciones, sino entregado por completo a un apostolado de convencimiento que le llevó a prescindir de todo cuanto es amable a un hombre: el amor carnal, la familia, el amor por la belleza, por los libros bellos, por la buena mesa? Todo queda reducido, y además lo hace con felicidad, y lo describe así el testigo de su último discurso en vísperas de la muerte sobre los campos de Cuba, Enrique Loynaz del Castillo. Podríamos exclamar con él: “La muerte no es verdad cuando se ha cumplido bien la obra de la vida.”
El héroe del Moncada lo tuvo por figura fundamental. Lo buscó ansiosamente con los testigos de aquel tiempo para saber de aquel pensamiento y de aquella idea, y desde entonces nos obsedía el principio:  unidad, unidad, unidad.
Solo Fidel pudo alcanzarla desde el poder político. Cuando se vive en la clandestinidad o en la insurrección, solo se puede planear y soñar. Solo el poder permite cambiar la sociedad y la historia.
Por eso el debate terrible, por eso la expectativa de los lobos ante el líder herido que supera la cuesta dolorosa  de la montaña para volver a vivir y volver. Por eso Cuba, que guarda todavía aquella palabra dicha en el momento del despecho de un destierro inmerecido: “Deme Venezuela en qué servirla: ella tiene en mí un hijo” (7). He aquí el cumplimiento de tu palabra, Maestro: ¡Está con nosotros! (8) (APLAUSOS). Y seguramente se salvará por nuestras plegarias y por nuestra voluntad.  La salvación no está siquiera en la pervivencia carnal de un hombre; la vida de Martí lo demuestra:  llegaría un día en que hasta las piedras se levantarían para defender los derechos de Cuba. Con su nombre y por su nombre hemos resistido.
Hermosa patria nuestra, isla hermosa y bella en este Mediterráneo  americano en que se fundieron culturas y civilizaciones. No renunciamos a una sola parte de esas culturas y civilizaciones, sería un acto absurdo y obtuso. Hablamos el idioma que el azar o el destino trajeron sobre estas aguas turbulentas y azules: el español. Sentimos en la masa indígena de América la precedencia de pueblos antiguos, que no fueron derrotados en su cultura ni en su pervivencia moral ni espiritual.
Nosotros somos de cualquier manera los hijos del encuentro de los mundos. Por eso Martí afirmaba categóricamente que “cubano es más que blanco, más que mulato, más que negro”.  Es una condición superior.  Y esa condición es la condición de nosotros, los americanos; de nosotros, los que sentimos en la ardorosa palabra de Miranda, del Padre Viscardo y Guzmán, de los grandes precursores, el llamamiento de amar a Nuestra América; nosotros, que sentimos todavía el verso y la literatura y las cartas del inca Garcilazo Inca de la Vega, que sentimos el poema ardoroso de Sor Juana Inés de la Cruz; nosotros, que vemos en la Virgen Santa Rosa de Lima el fruto de ese encuentro, o en San Martín de Porres, con una escoba, esclavo donado a un monasterio dominico, el fruto de una unión y de una realidad cultural que está por encima a veces de los prejuicios de la sangre y de las limitaciones de las propias culturas.
O somos un género humano que comprenda sin diferencias la riqueza infinita de la cultura que va por encima de la sangre, o no seremos. Sangre y cultura amalgamadas han estado presentes en este encuentro. Otra palabra sería vanidad.
Que pronto se abran las celdas que guardan a los nuestros. Que regrese a su tierra el querido hermano y compañero. Que Martí no es llenar nuestro país ni el mundo de bustos y de proclamas; que es verlo completo, que es verlo en sus cartas, en sus discursos elocuentes, en sus arrobadoras palabras a los hombres, en lo que dijeron de él Gabriela (9), Pablo (10), Juana de Ibarbourou, en lo que escribieron Manuel Isidro Méndez, Gonzalo de Quesada, Emilio Roig, Hortensia Pichardo, Jorge Mañach, Cintio Vitier, Fina García Marruz… y los que fueron testigos del tiempo que le tocó vivir.
No hay muerte para ti, Maestro. La muerte pasa en el carro de hojas verdes ha donde te han de llevar porque has cumplido la obra de la vida. Y si la muerte viene, se convertirá, como lo fue para ti, en un canto de gloria.
¡Viva Martí!
(OVACIÓN)

Notas
1  En de Quesada y Miranda, Gonzalo. Martí, hombre. Ediciones Boloña, 2004, pág. 51.
2  Fragmento del poema Carmen que escribiera José Martí a su esposa Carmen Zayas Bazán. Tomado de El Cubano, La Habana, 12 de abril de 1888.
3  Fragmento del poema Rosario, fechado el 29 de marzo de 1875.  Tomado de Toledo Sande, Luis. José Martí, Poesía de amor, http://www.cubaliteraria.com/img/libros/1176575.pdf.
4  María García-Granados, la “Niña de Guatemala”.
6  Luego de la muerte de su padre en La Habana, en febrero de 1887, Martí escribió una carta a Fermín Valdés Domínguez en la que revela su dolor por la pérdida del ser querido. Tomado del libro Martí, hombre, biografía sobre el Apóstol de Gonzalo de Quesada. pág. 17.
6  El General dominicano-cubano Máximo Gómez Báez ganó importantes batallas, entre ellas la más larga de la Guerra de los Diez Años, conocida por Las Guásimas. El 11 de abril de 1895 desembarcó junto con José Martí por Playitas, al Oriente de Cuba, para continuar la guerra necesaria.
7  Quesada y Miranda, Gonzalo. Martí, hombre. Ediciones Boloña, 2004, pág. 15.
8  Se refiere al Comandante Hugo Rafael Chávez Frías, presidente de la República Bolivariana de Venezuela.
9   Gabriela Mistral (1889-1957), poetisa chilena.
10  Pablo Neruda (1904-1973), poeta chileno.

CubaEusebio LealHistoriaJosé MartíPolíticaRevolución cubana

Compartir

  • imagen
  • imagen
  • imagen
  • imagen
Historiador de la Ciudad de La Habana 2011
Desarrollado con: WordPress | RSS
Válido con: HTML | CSS