La conducción del Centro Histórico supone un pacto social, un pacto entre la comunidad y nosotros

junio 1, 2017

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Quisiera anticipar que he perdido uno de los dones fundamentales de seducción. Lo mismo le pasó a Robespierre en días terribles: trataron de privarle de la voz y así de su defensa; pero hoy no será necesario hacerla, más bien agradecer la importante comparecencia de todos ustedes, agradecer a los organizadores por su perseverancia, que es para mí el don fundamental, o una virtud –más bien diría– fundamental.

Creo que he agotado la fórmula de que muchos fundan, pero pocos perseveran. Lo importante es perseverar y darle un carácter institucional a las obras de esta naturaleza. Detenerse en el camino después de un largo recorrido, y meditar qué hacer, a dónde ir, cómo concretar nuestras proyecciones, es algo realmente necesario. A mí me ha ocurrido en distintas oportunidades la necesidad de detenerme y recordar aquellas palabras que decían que lo que hasta ayer fue conveniente ya hoy no es prudente; hoy es necesario hacer algo diferente, al menos con matices nuevos.

Cuando me refiero a la necesidad de detenerse en el camino y analizar lo conveniente, digo las distintas variantes para nuestro oficio de manejar y gestionar, que sigue siendo el título de este evento.

¿Cómo manejar? El término ‘manejar’ es muy cubano, forma parte de esas palabras nuestras que son nuestras aportaciones o interpretaciones del castellano, o del español, que es más amplio, y que nos hacen ininteligibles cuando llegamos a España, por ejemplo, o a cualquier país latinoamericano. No olvidaré nunca la prudencia con que debía utilizar en América del Sur el tema muy usado por nosotros de ‘coger’ o, teniendo pasión, quizás una pasión nerudiana por las doradas caracolas de nuestros mares y aun de los mares del Oriente, abstenerme de pronunciar en Chile o en Perú la palabra ‘concha’, sacándola fuera de su contexto.

Algunas palabras hispánicas eran ininteligibles para nosotros. Por ejemplo, un tema en que, de acuerdo al momento en que se decía, podía ser una cuestión absolutamente vulgar o coloquial. De ahí que para nosotros el término quevediano gafas no existe; más bien el quevediano es espejuelos. Nosotros usamos espejuelos, y como siempre necesitamos más de uno, decimos siempre un par: un par de espejuelos; en realidad son dos, no un monóculo.

Ayer meditaba sobre las razones de ser de la palabra calza, por el aquello del calzado y por aquello el calcetín. Recordaba así infinitas palabras, tratando de encontrar un idioma universal. Trató de resolverse con el Esperanto. En la entrada de la Lonja del Comercio hay una lápida diciendo que, entre otras cosas que ocurrieron en La Habana, ocurrió aquí el primer Congreso del Esperanto. Pero el Esperanto no tuvo esperanzas largas de sobrevivencia, más bien esto trató de resolverse después de la contemplación por los antiguos de la Torre de Babel, o quizás el día de Pentecostés, cuando les dieron a los apóstoles el don de lenguas.

Martí fue llamado Apóstol, el que lleva una idea, el que tiene un apostolado. Y se dijo, además, que era carismático, que poseía el carisma, que era capaz, en la antigua oratoria griega, de encender sobre la cabeza de los que estaban un fuego que consumía el corazón y los unía a nosotros, y los hacía dejarlo todo por acompañarnos en una aventura. En este caso, la aventura ha sido vocacional, una aventura de vocación, porque la vocación es muy importante; prevalece la duda de si nace o se hace. Más bien creo que hay una vocación nata, y que hay oportunidades, o no las hay, que son las que determinan que uno pueda desarrollarlas o no.

La oportunidad de restaurar un centro histórico y de no manejar, sino de conducir el proceso –porque la palabra manejo me suena en algún momento un poco fuerte, con perdón de Patricia–; a mí no me gusta que me manejen; a las que llevaban a los niños en un coche les llamaban manejadoras, por tanto, no soy manejable, más bien soy conducible, tratan de conducirme por el buen camino. Varias veces he estado descarriado.

Estar descarriado es bueno, porque le escuché una vez decir a Federico Mayor Zaragoza, mi gran amigo, en una conferencia verdaderamente magistral –que esta no lo es–, que él nunca sería objetivo, ¡nunca!; sería subjetivo. Y decía: porque me considero sujeto y no objeto. Y yo me enamoré de esa elucubración, como también de la del eminente Dr. Miller, cuando yo ingenuamente, y en ocasión de la visita de don Federico, coloqué las bellas banderas de la tolerancia en una montaña de escombros en la Plaza Vieja. El Dr. Miller, un cirujano eminente y presidente de la Comunidad Hebrea, en la ocasión de estar yo acompañándoles en la fiesta de Janucá, pronunció un bello discurso, y dijo: “Yo no creo en la tolerancia, porque yo no quiero ser tolerado; yo quiero ser respetado”. Y la conducción del Centro Histórico supone un pacto social, un pacto entre la comunidad y nosotros, que nos creemos a veces un grupo iluminado cuando tratamos, desde arriba, de dar las soluciones a los problemas globales. Pero muy pronto vino la cura a esa enfermedad, que nace más bien de la autocomplacencia en nuestras propias profesiones.

Como nuestros predecesores habían sido historiadores, arquitectos, abogados, que por vocación habían defendido la ciudad en sus distintas dimensiones, comprendimos pronto que era una tarea multidisciplinaria, en la cual el derecho jugaba un papel fundamental, porque era el derecho de las personas, el hábitat de las personas, su derecho a vivir en el lugar que habían escogido, o en el lugar al que los llevó el destino, a veces incierto, complejo y duro. ¿O es que creen que estamos complacidos con lo que hemos podido hacer en estos años? Sería imperdonable. Queda más allá de un determinado límite una maravilla que nosotros podemos contemplar y hasta elogiar con discreción; porque es muy duro que entre un experto en un patio arruinado, donde queda todavía un vitral con tres cristales y 40 personas viviendo en condiciones angustiosas, y decir: “Oh, qué maravilla”. Y después me voy con mis acompañantes y los abandono.

Sabemos que existe esa frontera dudosa, como llamó Ernesto Cardenal a su precioso poema. En esa frontera dudosa está el debate fundamental que se nos planteó como grupo en el Plan Maestro y en todas las unidades de la Oficina del Historiador.

¿Qué hacer? ¿Tratar de remediar el tema pintando fachadas para que La Habana luzca bonita? Escuché muchas veces muy buenos deseos de personas que me dijeron: “Yo estoy dispuesto a donar cinco mil galones de pintura para pintar La Habana.” Digo: “Sería muy buena esa caja de maquillaje, vendría estupendo, pero ese no es el camino; es mucho más complicado. Y nuestro problema es ir de adentro hacia afuera”. Quiere decir, tenía que ser una solución a mediano, corto y largo plazos de la cuestión del hábitat y, segundo, defender a sangre y fuego la ciudad habitada, el Centro Histórico habitado.

Recuerdo cuando fui por vez primera a la maravillosa ciudad de Barcelona, que de tanto tiempo ha nos acompaña, me llevaron a visitar un pueblito español. Si me hubieran ofrecido esa posibilidad: denme un terreno e inmediatamente hacemos la ciudad encantada, y coloco dentro hasta un fantasma de Alicia en el País de las Maravillas. Pero esa no era la cuestión; el debate estaba en construir viviendas y, como en el caso de este palacio, tratar con valentía de demostrar si era posible o no cohabitar el discurso de la modernidad, el de hoy, y el que avizora el mañana con el de ayer, partiendo de otro concepto, y es que toda modernidad estuvo necesariamente precedida por otra. Y este fue un discurso moderno en 1774, y lo que tiene dentro es el discurso moderno al menos para estas dos primeras décadas del siglo XXI.

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Cuando nosotros comenzamos –y hablo siempre de nosotros, los que fuimos un pequeño grupo considerado demente–, casi nadie creía en la cuestión; solo los precursores, personas ilustres, que las podría enumerar con los dedos de las dos manos (con los dos dedos de la mano). Defendieron férreamente los lugares de La Habana donde ellos conocían que existía un elemento histórico, hoy diríamos que sobrevolaba aquellas piedras un aura de poético misterio.

Así, por ejemplo, cuando se demuelen los barracones de ingenieros en La Punta, un grupo de estudiantes sobrevivientes de la masacre de 1871 contra la Facultad de Medicina y la Universidad de La Habana acuden a pedir al Interventor norteamericano que se respete, al menos, uno de aquellos muros que se habían convertido para Cuba, un día, en un manantial de sangre.

Así, por ejemplo, cuando fue a ser destruida la Iglesia de Paula, mi predecesor de feliz memoria se levantó para defender, frente a la geofagia del desarrollo del tranvía urbano, lo que alguien llamó una crónica de piedra, la Iglesia de Paula, donde vivió, entre otras, la mítica Charito Alarcón, quizás con otro nombre, madre de Cecilia, el personaje de nuestra novela ejemplar.

Era lo que hoy se llama el patrimonio inmaterial que, acudiendo a Saint-Exúpery, podría ser lo esencial invisible a los ojos.

Por eso, la capacidad de ver más allá tenía que ser la virtud; la otra, la capacidad de persuadir, porque imponer puede cualquiera, incluso se puede mandar. Ahora mismo, escojo en la plaza a una persona, la llamo y le digo: “a partir de ahora usted manda, y establecerá un régimen despótico cuanto pueda”. Gobernar es otra cosa: es prever, pero es también ordenar, es también conducir. No estábamos preparados, yo el primero. Confesar los pecados públicamente es importante. En el juicio final, creo yo, o en el particular, ya no habrá un sombrío sacerdote en un confesionario: estaremos cara a cara con El Salvador.

Cuando yo comencé, allí enfrente había una populosa escuela: “Forjadores del Futuro”. Entonces a mí personalmente me parecía absolutamente incompatible el rumor de la escuela con el silencio seráfico que yo soñaba para la plaza, a la cual hoy acuden personas de todo el mundo y en primer lugar los cubanos. Confieso públicamente mi error absoluto y craso; la historia demostraría, la vida demostró que tendríamos que hacer un pacto con la familia y con la escuela y que, para más todavía, tendríamos que meter la escuela dentro de los espacios intocados de “mírame y no me toques” de los museos sacrosantos como nosotros los imaginábamos.

Eso se resolvió dramáticamente cuando el esfuerzo colosal de Cuba para hacer una zafra de millones nos llevó a los cañaverales desde el centro de Cuba hasta cerca del Cabo de San Antonio. Sacamos de la vitrina los sacros objetos y los pusimos en manos de los campesinos y de los trabajadores para alentar aquel esfuerzo descomunal por la salvación económica de nuestro país, y resultó un hecho milagroso y extraordinariamente ejemplarizante para mí. Lo que ellos escribieron en un libro que se conserva es profundamente revelador, conmovedor y emotivo: “Nunca vi un museo”, “jamás soñé”, “nunca imaginé”. Lo mismo me ocurrió a mí cuando, pequeño, me llevaron por vez primera en aquellas peregrinaciones el Día del Niño o el Día del Árbol a visitar museos, fábricas, jardines, y lugares donde se exaltaba nuestra sensibilidad para comprender el mundo en que debíamos vivir.

La restauración de un Centro Histórico no es por tanto una tarea fácil. Cuando tuvimos la posibilidad y fuimos invitados a ir a otros lugares del mundo, en primer lugar, lógicamente, por la única puerta que existía salíamos a través de un país amigo, y a través de ese país amigo próximo había otro más distante; llegábamos a ese país amigo camino de nuestro destino, nos sentaban en una habitación y nos tomaban una foto de frente y de perfil, y seguíamos nuestro viaje.

Años después, cuando volví ya señor de capa y sombrero, encontré que no allá, sino en el otro camino, tan amado por mí y siempre visto de una manera romántica, había unos carteles bellos que decían:”Ciudadanos de la Comunidad Económica Europea y otros.” Y dije, como San Pablo a las puertas de aquel maravilloso espectáculo: “nosotros somos los otros, los que venimos de tierras distantes, los hijos de la diáspora, los nietos de vuestros padres, los que nacimos en el exilio y hablamos y nos movemos dentro del oleaje del lenguaje, de la lengua, que es la verdadera patria del hombre: Patria es humanidad”.

Aprendimos primero en aquellas escuelas hiperclásicas, después se abrieron las puertas de otros países; penetramos a la península profunda, a España, a los pueblos de España; fui identificando los nombres de muchos lugares que como patronímicos o como denominador de grupos o de individuos que llevaban personas conocidas, sobre todo los que descendíamos espiritual o carnalmente de gente de Galicia o de Asturias.

Aprendí allí que ciertos misterios que atribuíamos solo a nuestra africanidad pertenecían a ellos en realidad: el misterio de las aguas mágicas; las criaturas que vivían en el bosque; los santos patronos a los cuales había que rendirles ciertas deferencias. Y aun estando yo muy enfermo, no ha mucho tiempo, una persona mía llevó un voto a una pequeña capilla junto al mar llamada San Andrés de Teixido, donde se va a pedir cosas imposibles, y se va de vivo o de muerto pero siempre se regresa allí.

Entramos entonces en las distintas escuelas de restauración para buscar la nuestra. ¿Cómo hallar una escuela nuestra? Venecia era maravillosa, la Universidad nos abrió sus puertas; Florencia y el Instituto de Restauración, ídem; las prestigiosas escuelas romanas, desde luego, los italianos convivían con la antigüedad en un coloquio normal.

Me quedaba yo asombrado cuando veía que a las puertas de una peletería, cerca de la Plaza Farnesse, la vidriera se apoyaba graciosamente sobre una columna romana. O que en el barrio judío, en la Judeka de Roma, cerca de la Sinagoga, había un arco maravilloso por el cual se pasaba hasta el teatro de Marcelo y no pasaba nada. Quiere decir, ese sentido sacro de la separación de lo antiguo con lo contemporáneo con nuestras propias vidas ya me parecía efímero.

Por otra parte, existía aquí la extraña visión de que éramos un pueblo joven, y como pueblo joven, desmemoriado. Para nosotros existía lo inmediato, y no lo más remoto.

Recordaba mis conversaciones con mi madre, centenaria, como un ejercicio contra la pérdida de su preciosa memoria: “Mamá, ¿conociste a tus abuelos?” –los abuelos de mi abuelo–. “Desde luego”. “¿Cómo se llamaban?” “Fulano y Fulana”. Y así fui construyendo, sobre la memoria de ella, mi propia memoria de lo que era mi propia historia.

Y me pregunté muchas veces: ¿Por qué por lo general ahora hay una revolución de arcones y papeles buscando un certificado de un pobre que llegó con una valija al hombro al puerto para ser encerrado en Triscornia, para hallar entonces la posibilidad de que podamos ser reconocidos de una u otra manera, en uno u otro país del mundo?

 

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Este es nuestro mundo, un mundo precioso y maravilloso. Si fuera a creer en lo providencial de las cosas, diría: me encanta haber nacido en el tiempo que me tocó vivir, primero porque no fui concebido en otro, no me vi de pronto sorprendido naciendo en un barracón de esclavos antes de 1886 cuando se abolió jurídicamente la esclavitud, ni fui comprado en el vientre, según la ley de Segismundo Moret, para darme la libertad a cambio de pagarla antes de mi alumbramiento. No tuve quizás valor para levantarme con los que lo hicieron en el 1868 o 1895. ¿Acaso, de ser rico, no habría seguido, como el joven rico del Evangelio a Jesús, cuando le dijo: “Deja cuanto tienes, ven y sígueme”? Este trabajo que nosotros escogimos nos obligó a eso, nos obligó a dejarlo todo, y se nos ha ido el tiempo de la vida reconstruyendo y levantando no solamente piedras, sino espíritus.

Cuando me preguntan: “¿Qué es La Habana Vieja?” Digo: La Habana Vieja es uno de los tantos espejos en que se mira el rostro de Cuba. ¿Qué es la Oficina del Historiador? Un seudónimo de la sociedad y de la nación en que nacimos, creado para defender, en nombre de todos, el patrimonio natural, el patrimonio material y espiritual del pueblo cubano; tarea que compartimos hoy con los precursores y con los actuales líderes de la red de ciudades que se ha reunido ayer, y que, en condiciones diferentes pero a veces un poco más ventajosas que las que tiene esta populosa y pequeña Roma americana que es La Habana, llena de pontos, medos, tracios. No. Allá son los trinitarios, los espirituanos, los santiagueros, en última instancia más allá del Jobabo, los orientales, los camagüeyanos, los cienfuegueros, los de la bella ciudad de las dos plazas espléndidas, la ciudad de Remedios, de cualquiera de ellas, del Bayamo, tan querido por nosotros y tan significativo y referente.

Hoy estamos hermanados compartiendo lo que tenemos, con la ayuda generosa de los que han auspiciado este evento. Nuestra gratitud será perenne, porque no nos cerraron las puertas cuando otros lo hicieron.

Recuerdo cuando un embajador amigo y gentil vino a verme y me dijo: “A partir de hoy, cumpliendo las indicaciones de mi gobierno, cesa de existir toda relación cultural con Cuba, y particularmente también en este caso con la Oficina del Historiador”. Le dije: “Usted me ha hecho entender, Excelencia, y comparto su criterio, de que usted no tiene opiniones, tiene instrucciones, porque hasta ayer fue mi amigo, y a partir de hoy se le ha instruido no serlo”. Pero un grupo distinguido de personas e instituciones aquí representadas no compartieron esa idea; nosotros, estrategas de una sobrevivencia a ultranza, buscamos los caminos; abrimos las puertas de los Estados autonómicos o regionales; acudimos a las agencias de cooperación; acudimos a nuestros amigos, algunos de los cuales renunciaron antes de participar en la injusticia, y finalmente, satisfactoriamente, hoy nos encontramos, no triunfantes de ninguna manera, porque aún no tengo la certeza de que el árbol que plantamos hace unos meses sobreviva. Unas lluvias maravillosas, que han puesto coto a la sequía terrible que se ha abatido sobre Cuba, ha rociado el árbol mágico de La Habana una, dos, tres y cuatro veces.

Diré yo acaso como la anciana venerable que vi en el momento en que la ceiba se puso y, deteniéndose frente al árbol, dijo estas palabras misteriosas, algunas inaudibles para mí. Paróse ante el árbol, lo miró con reverencia, y dijo: “Algayú ha vuelto a su casa”. Bien: la ceiba está plantada, el jardín está plantado. Ahora lo importante es que es como el símbolo del árbol de la vida.

Dentro de dos años la ciudad cumplirá 500 años, y escucharemos en La Habana las campanas que vienen de Santo Domingo, de la Vega Real , de las ruinas del Fuerte de Navidad construido con las cuadernas de la carabela colombina; se sentirán las campanas de Santiago de los Caballeros, de Nuestra Señora de la Asunción de Baracoa, nuestra madre de todas las ciudades, y llegarán hasta La Habana y sonará la del Castillo, no para avisar que vienen corsarios y piratas, porque no es posible que vengan; más bien para anunciar que una nueva generación de jóvenes se ha hecho cargo de la tarea de la que una vez yo también como joven me hice cargo. Confieso que entonces era absolutamente iletrado, carecía de todo conocimiento que no fuera mi avidez de saber y de conocer.

Hoy, cuando vengo desde el Vedado, desde La Habana, que se conserva bajo un velo decadente, pero está ahí, cada vez que se rasga el velo y se rasga bien, aparece abajo una maravilla, como en la Plaza Vieja, donde se puede ver el discurso de la arquitectura civil desde la casa de Beatriz Pérez de Borroto, hasta el bello palacio Cueto, que fue el símbolo de la más atrevida modernidad en el corazón de La Habana.

Esa es nuestra historia y esa es nuestra vocación, que se celebre el 16, el 17, el 18, y si acaso se suprime uno, para que el 20 sea en el año 500, que el 20 sea en el año 500 por el sentido que tiene la palabra veinte. No hay cosa más linda que recordarla en el gran cantor del río de la Plata: ¡20 años no es nada!

Para mí también el tiempo pasó. Pero estoy completamente seguro de que cuando ya no viva, cuando ya no vea, seguiré caminando por las calles de la ciudad que tanto he querido.

(APLAUSOS)

 

 

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Historiador de la Ciudad de La Habana 2011
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