Alejandro Hartmann, el primado

junio 1, 2011

Estando yo en Cáceres en cierta oportunidad, cerca del Puente Romano, dentro de un templo dañado por las guerras y otros avatares, descubrí una sencilla tumba, casi olvidada, en el frío de la mañana. Allí están depositados los restos de quien había obtenido el título de Comendador de Lares en premio a su labor como Gobernador de la isla de La Española, nuestra vecina Santo Domingo, entre 1502 y 1509: don Nicolás de Ovando y Cáceres.
No sólo fue Ovando el primer gobernador español en las Indias Occidentales, sino que protagonizó el bojeo de la isla de Cuba, llegando con nave desarbolada a lo que es hoy el puerto de La Habana y que, al cobijar sus naves, dio en llamar «de Carenas». Como resultado de esa circunvalación, quedó finalmente desechada aquella idea que había llevado a Cristóbal Colón, no ya a decir que esta era la tierra más hermosa que ojos humanos han visto, como afirmara durante su primer viaje, sino a que insistiera en que se trataba de una extensión del continente asiático y, aferrado a ello, hiciera que sus acompañantes aceptaran bajo juramento que efectivamente así era, luego de haber pasado en su segundo viaje cerca de las costas de Cuba, en esa ocasión por la parte sur.
El bojeo de Ovando demostró la insularidad de Cuba y el misterio de toda la cayería que la rodea. A partir de ese momento comienza el proceso de redescubrimiento y colonización de nuestra isla por España, lo cual fue  encomendado al Adelantado Diego de Velázquez y otros emprendedores que, procedentes de distintos lugares del sur ibérico, pero siempre bajo la bandera castellana, pusieron pie en el extremo oriental de Cuba. Poco después nacería, hace 500 años, la primera villa, llamada con el título glorioso de Nuestra Señora de la Asunción, en tierras indias de Baracoa.
Hace unas pocas horas, estando a miles de kilómetros de aquí, también en la Asunción, pero del Paraguay, pensaba en ti y recordaba la primera vez en que me mostraste la Cruz de la Parra, protegida por aquellos cantones. Años después, Raquel Carrera demostraría científicamente que fue confeccionada con madera de uvilla, especie de árbol nativa que creciera antaño en Cuba. Sería una de las cruces que el Gran Almirante plantó en distintos lugares de la isla recién descubierta como símbolo prematuro de la conquista y evangelización.
Recordaba también que te había conocido en Baracoa cuando, con la vergüenza de haber pisado latitudes muy distantes, no conocía —sin embargo— los riesgos del itinerario por tierra hacia nuestra villa primada. Me quedé maravillado con sus árboles jamás imaginados, con sus helechos infinitos… y, siguiendo los consejos de nuestro recordado amigo, Antonio Núñez Jiménez, me detuve a  observar la silueta de aquella costa tan singular. Por ella llegamos hasta el faro, cuyo guardián era un farero español, gallego de grandes bigotes, con su mujer casi indígena y sus hijos; una suerte de émulo del viejo Machado, gallego también, guardián del faro de La Habana, gran cíclope de nuestra ciudad.
Fui a buscar allí a don Abigaíl Lares, que protegía un precioso lugar indígena situado cerca del punto al que me dirigía, para lo que debí recorrer El Paso de los Alemanes. Me enseñaron unas pinturas prístinas que existían en una cueva aún intocada y, finalmente, llegamos al castillo donde tú estabas. Éramos muy jóvenes entonces, y tú, más joven todavía.
Organizaste un plan increíble. Me montaste en una canoa y me llevaste a navegar. Fue la primera vez que vi algunos de los grandes ríos de Cuba: el Toa, con su pulular de ranas. Íbamos subiendo, corriente arriba, mientras la gente iba descendiendo, trayendo plátanos, maderas y cocos, entre otras maravillas.  Me explicabas cómo este viaje conmigo era uno de los tantos infinitos que te habían llevado a explicar la historia de Baracoa y de Cuba, la historia del arte y la cultura nuestras, a las comunidades campesinas.
Cuando regresamos, me diste a comer cosas que nunca había imaginado que existieran: el bacán de Baracoa; una rareza que se llama «tetí» y que todavía no he encontrado nada parecido, aunque se parezca mucho a la angula o a ese pececillo minúsculo, …….., que se pesca en Génova. Recuerdo que atravesamos un puente de madera que ya no existe para visitar las casas de las familias que solían conservar ese tetí seco en bolsas, como camarón. A ellas prácticamente les ordenabas que me agasajaran con la prenda suprema de la hospitalidad baracoana: una bola de cacao.
También me llevaste a la orilla del Duaba, donde una vez desembarcó Maceo ante el espectáculo extraordinario del Yunque, que Colón creyó pirámide trunca y más obra humana que de la naturaleza. Y a partir de ese momento nos hicimos amigos. Han pasado siglos y cada vez que alguien llega de Baracoa, le pregunto lo mismo: ¿Me ha mandado por casualidad, mi amigo, algún cucurucho que valga la pena? Y siempre llega un emisario trayéndome un cucurucho, extraña mezcla de frutas y de miel de abejas, en recuerdo de nuestra gran amistad.
Desde entonces has sido para mí el señor del Cacao y del Tetí; el señor de la fortaleza de Matachín; defensor de una aldea con una cruz de una Catedral que ya no existe; un cuidador de la memoria del pueblo indígena, autóctono…; el Comendador del río Toa… Siempre lo he dicho, y lo reitero hoy, que tú eres el primero, porque eres el más original.
Ahora cuando, cinco siglos después, España y Su Majestad el Rey reconocen en ti las virtudes que Cuba te ha reconocido y que son virtudes heroicas por el espacio en que has cumplido tus sueños; ahora, cuando llegas con la obra plena de tus manos a presentarla al pueblo de Baracoa, primera ciudad fundada en suelo de Cuba y segunda de América, después de Santo Domingo, La Española… me alegro mucho de que me hayas permitido el honor de decir estas palabras en la casa de España.
Gracias, Comendador, por tu amistad. Gracias por tu eterna juventud. Gracias a ti, Embajador, que con tanta delicadeza y tacto, con tanta sencillez, llevas a cabo el menester de hacer puentes.
Eso lo aprendí allí, cuando me detuve ante el Puente Romano, cerca de Cáceres. ¡Qué obra colosal! ¡Qué maravilla ser un pontífice! ¡Levantar puentes sobre los barrancos y los abismos para pasar a la otra orilla!
Hoy también hemos pasado. 

BaracoaPatrimonio

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Historiador de la Ciudad de La Habana 2011
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